Las familias felices no tienen historia

Las familias felices no tienen historia

Preludio. AL PÚBLICO.

Este elenco representa en orden cronológico sus respectivos papeles, encarnando los personajes que les adjudicó el destino. Así, por ejemplo, la primera actriz, hilo conductor de la trama, actúa de hija, sobrina, esposa, madre, suegra y abuela. Se advierte al público que en esta tragicomedia no hay libreto ni ensayos, los diálogos son improvisados y el p

roductor proporciona vestuario, atrezo y escenario para una única función.

Acto primero. LA SUEGRA

Era la buena señora el típico producto de la posguerra española. De talle rollizo, las caderas delataban generaciones de dietas basadas en legumbres y patatas. La familia, que no había sufrido en carne propia los rigores que habían padecido otras, compendiaba todas las características de un origen humilde: baste decir que la matriarca ignoraba la fecha exacta del nacimiento de la hija y lo relacionaba vagamente con «el día que cayó la bomba», por lo que jamás pudo ella celebrar su cumpleaños, ni saber a ciencia cierta cuántas primaveras tenía. La sacaron de la escuela sin haber completado los estudios elementales, lo que por otro lado no lamentó – reconocía sin rubor que nunca le habían gustado las cuentas y que las copiaba de su compañera de pupitre-. Sí había adquirido, al menos, los rudimentos suficientes para llegar a ser una solvente ama de casa. Su infancia transcurrió en un chozo en pleno campo al cuidado de las ovejas y, salvo haber contraído un terror crónico a las tormentas, siempre tuvo esa época como la más feliz de su vida.

Entremés. EL TÍO DE AMÉRICA

En los años cincuenta de la vida de un pueblo extremeño la visita del «chacho» americano era para ella un acontecimiento sin parangón. Tres décadas atrás, condenado a un futuro de siervo de señoritos y a un presente de penurias y miseria, el tío había emigrado a las Américas siendo apenas un adolescente, analfabeto y sin más equipaje que un hatillo y la ropa que llevaba puesta. Allí aprendió a leer y escribir, consiguió un empleo en la General Motors y casó con la prima que le había cobijado. Cada verano volvía al pueblo conduciendo un flamante «haiga» y encandilando a los paisanos con las baratijas que regalaba a la sobrina, collares de cuentas rutilantes, abalorios que a ella se le antojaban joyas, una cafetera de las de allí, ropa desechada de su mujer y hasta unas extrañas almohadillas blancas que, por lo que luego se supo, resultaron ser compresas. Se hacían las fotos de familia y el “chacho” regresaba a la tierra de promisión.

Acto segundo. EL MARIDO

Puso en ella los ojos un muchacho de buena familia, que la arrancó de los brazos de su querida madre y se la llevó a la aventura incierta de la capital. Fijaron la residencia en el extrarradio, un barrio recién construido al amor del desarrollismo y por el que aún corrían los arroyos en los días de lluvias copiosas. El hombre se ganó la vida como vendedor de tripas secas de la India y artículos de matanza, miel y especias, diez horas al día, seis días a la semana, sin vacaciones, seguridad social, cotización ni contrato. Fue un buen marido y un buen padre y, después de tanto sacrificio, el destino le recompensó con una cruel enfermedad mental que lo convirtió en la triste sombra de lo que había sido, despojándolo de toda dignidad.

– Yo a tu abuelo lo he querido – se sinceraba en una ocasión con la nieta- pero nunca he estado enamorada de él.

Mojiganga. LA HIJA

Colmó la felicidad del matrimonio una niña a la que pusieron por nombre el de la abuela paterna, como mandaba la tradición para los primogénitos, seguido del sacrosanto nombre de la Virgen, lo que en una síncopa a la que se antepuso el posesivo dio como resultado el diminutivo cariñoso con el que se referían a ella, «Minesmari». Heredó la belleza de la madre y el carácter del padre, se aplicó en los estudios y fue la primera de su estirpe en llegar a la Universidad. La juventud se deslizaba sin nubes, con la salvedad de una fobia incontrolable que hacía de los perros su peor pesadilla. Tan noviera como su progenitora, los días de flirteos concluyeron cuando en la Escuela de Magisterio conoció al yerno. Las trabas que aún imponía el sexto mandamiento a las relaciones prematrimoniales y los temores enfermizos de la madre aguzaron su habilidad para las mentiras piadosas y se doctoró cum laude en el socorrido arte de urdir patrañas verosímiles para desconcierto del pretendiente, que jamás sabía qué respuesta dar a preguntas tan previsibles como «¿Hijo, dónde estuvisteis anoche?»

Acto tercero. LA AGENDA

Aquel no era distinto de otros tantos días de comida familiar. Un domingo con aroma de caldereta extremeña que discurría plácidamente hacia la hora de la sobremesa. El yerno, con la confianza que otorga la veteranía, dormitaba ante el televisor en el cuarto de estar cuando, desde el salón, la suegra le requirió la agenda telefónica para llamar a algún pariente. La había visto mil veces, pero jamás le había prestado atención. En aquel momento, el encargo le llevó a curiosear por el camino, hallando apenas un nombre en la A; las siguientes B, C, D no contenían dato alguno; inmaculado el papel, E, F, G y H vacías; y saltó a una abigarrada M que le reveló otra peculiaridad jugosa de su dueña. Divertido, comenzó a leer: «Miantonio», «Michachoamericano». «Minesmari»…, y así hasta invadir N, Ñ y O. Picado por la curiosidad, deseoso de comprobar el estatus asignado a su persona y si había sido admitido por fin en la confortable zona familiar, se buscó en la retahíla de emes. Repasó una y otra vez con creciente decepción, descifrando la enmarañada caligrafía. Nada, su nombre no figuraba entre los posesivos. Resignado ya a que tantos años de fidelidad y sumisión no hubieran dado fruto, abrió el librito por la J y allí estaba,»JuaneldeMinesmari».

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