Totito con mi abuela y mi tío.
Ni los escasos dientes manchados por el cigarrillo, ni su aspecto desaliñado, evitaban que ejerciera una particular fascinación sobre los miembros de mi familia paterna. No había tenido hijos, y nadie conoció a sus parejas. Se quejaba de su hermana mayor, mi abuela, con quien quisiera escucharlo. Peleaban constantemente, pero lograba que mi abuela le diera la razón. Con él no bajaba el volumen del audífono ni imponía su autoridad.
Ninguna falla eléctrica, aparato electrónico, reloj, o trabajo de soldadura escapaban a sus manos. Sus arreglos excedían el territorio familiar. Oriundo del departamento de Maldonado, se había instalado en Montevideo en la casa de mis abuelos, huyendo de la falta de trabajo y la locura. Utilizaba la casita al fondo del jardín. Nadie entraba jamás y el tampoco invitaba. Construida como un lugar de depósito se había transformado en su hogar desde que yo nací. Aparentemente acumulaba cosas que rescataba de la calle porque según él “todo podía ser arreglado”. Yo me imaginaba un lugar lleno de cosas viejas y rotas conviviendo en armonía con este tío abuelo excéntrico. Era cariñoso y alegre con los niños, hosco con las mujeres de la casa y servicial con los hombres. Mi mamá decía que estaba loco y entornaba los ojos cuando mi papá cegado por el cariño lo defendía.
A diferencia de la tía Marta y la tía Beba, hermanas de mi abuelo, que vivían dentro de la casa y compartían la rutin diaria del hogar, Totito gozaba de cierta libertad. Podía faltar los domingos a los almuerzos. Entraba y salía sin ser cuestionado. Pasaba horas encerrado en su casita de ladrillo. Las dos únicas ventanas que daban al jardín permanecían siempre cerradas. Más por miedo que por obediencia fue un límite que Camila y yo jamás quisimos cruzar.
De todos los huéspedes vitalicios que pululaban por la casa del buen doctor, Totito era el más agradecido y siempre quería retribuir a mi abuelo ofreciéndole su ayuda. Manejaba una moto vieja, plateada y negra. Traía papeles, cartas y cualquier encomienda que mi abuelo necesitara.
Gozaba de cierta protección que la tía Beba se lo atribuía a una juventud rebelde, producto del autoritarismo paterno. Otros decían que había huido de su pueblo tratando de olvidar un amor truncado. Elbita, la novia histórica del tío abuelo, se había casado en la iglesia de la plaza con otro, sin previo aviso. Algunos creen que estaba embarazada y la vida bohemia de Totito no le brindaba seguridad. Lo cierto es que el carácter alegre se había tornado hostil. Eso era lo que decía mi abuela cuando intentaba justificarlo.
Murió al final del otoño en la casita del fondo. Yo tenía doce años y ya había dejado de temerle, incluso me había encariñado. Recién ahí comprendí cuán importante era su figura para la armonía familiar. Siempre se necesita un personaje cercano para evitar el espejo de la locura. Entre sus aparatos sin reparar, los diarios viejos, los tornillos, las tuercas, las herramientas, la soldadora, una camita de hierro, un sillón de cuero bordeaux gastado, las cortinas de plástico marrón, asomaban unas cartas. Estaban dirigidas a Elenita, la hija de Elbita. Desconozco su contenido. Mi abuela nunca lo divulgó, perpetuando el halo de misterio que rodeaba esta hermandad. Elba se acercó dos años después buscando información sobre su padre. Estaba estudiando en Montevideo. Trabajaba en una fiambrería y vivía en una pensión. Algunos podían ver los rasgos de Totito en sus facciones. Durante años tomó el té con mi abuela, en general los martes, entre risas y pastelitos construyeron las historias perdidas.
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