Nafragio en el desierto

Nafragio en el desierto

Myr Scott

01/11/2018

Al llegar, Al Medio Oriente el choque cultural se apoderaba de mi existencia,

pues en una cultura ajena,

hasta el cielo te señala como extranjera.

Debía cambiar en mí desde los estilos, colores y manera de vestir,

mirar distinto y expresarme diferente,

estrenando mi conducta a nuevas prohibiciones,

limitando mis emociones al besar en publico a mi esposo,

aunque sea en la frente,

para no irrumpir las leyes

descritas por los reyes.

Ocultar la espontanea altivez de ser mujer latina

y volverme de apariencia sumisa.

Usar vestidos negros, largos y anchos en oportunidades usar el turbante

y cubrir mi cabello.

Debía guardar mi brazo y no estrechar manos,

como hacemos cuando se conoce a un extraño.

Las costumbres del Medio Oriente comparadas con el estilo de una mujer de Occidente

dejan a cualquiera abismado sin comprender por qué son tan diferentes.

Soy de Occidente viviendo en el Medio Oriente.

Al llegar de Venezuela a estas arenas,

sentía cómo el color negro de los vestidos de las damas,

que comparo con las rosas de Halfeti, maltrataba mi presencia,

humillando hasta las costumbres de mi abuela.

El detalle de cubrir sus caras

impactaba todo criterio formulado en la historia femenina y cultural de mi mente.

El pudor de la mujer musulmana comparada con la libertad de la crianza y el respeto de las mujeres de mi continente.

Aun así, sus cantos de oración en sus calles,

sus rituales de rezos penetraban en mi piel,

y no quise ser a mi religión infiel,

pero su oración hacia bailar mis emociones,

una entrega a Dios desde las arenas.

Impactada por la cultura y sequedad del aire,

que se impregna a través de minúsculas tierras desérticas,

interpretaba el canto que se perdía en el cielo,

el mismo que me miraba como quien mira a una desconocida.

Viviendo en una tierra ajena,

siendo el cielo un extraño,

pude conocer su idilio,

buscaba darle forma a mi persona en mi nueva morada.

Es como empezar a tallar mi ser desde el momento de mi nacimiento,

todo mi pasado ante mi presente se desvanecía,

para mostrarme que debía ser diferente.

Dejo de ser parte de mi familia, de un apellido, de una crianza,

dejo de ser parte de la formación de mis profesores de la universidad

para ser automáticamente la representante de mi bandera,

de sus gobernantes y su habladera.

Dejo de ser la amiga solidaria y la vecina buena gente,

para ser la que lleva los errores de sus gobernantes en la frente.

La expatriada que ha hecho de todo y no ha hecho nada,

extraña su cultura y la siente lejana,

como si en la distancia se desvaneciera su esencia y arte,

así como que no importara nada,

empezar a existir sin haber existido antes.

A quién le importa la nostalgia y el anochecer de las tierras

si odiamos a nuestro prójimo,

y nos engañamos diciendo que odiamos las guerras.

A quién le importa adentrarse en la historia

y conocer que no todo lo que hoy brilla merece la gloria,

y que la ignorancia secuestra al ser en su propio cuerpo,

sufriendo las consecuencia de ser un estúpido

habiendo en el mundo disponible el conocimiento.

La tecnología nos ha cobrado un alto precio,

el adormecimiento de los intelectos.

La tecnología nos acercó y nos hizo menos humanos.

Qué culpa tienen los hijos de los nuevos padres,

que producto de la infelicidad del alma,

han practicado la satisfacción del cuerpo,

trayendo al mundo generaciones adormecidas en los sentimientos.

Qué sentido tiene que una expatriada le explique al mundo sus emociones,

e intente ofrecer su aporte en el despertar de los corazones,

si el color de la bandera cada día importa más,

pero la mía importa menos.

Qué importa que un expatriado se vaya.

Qué importa si en Venezuela existe fuga de talentos,

si en el mundo son otras las empresas que disfrutan de las herramientas

que construyeron los consejos de profesores en sus reuniones y congresos .

Qué importa si fui hija, hermana o madre,

o si mis amigas de la infancia me recuerdan,

hoy tan solo soy una vecina extranjera detrás de la puerta.

Reflexiono desde las doradas arenas del desierto,

luego de haber conversado con los legendarios

y haber percibido los mensajes de sus ancestros;

luego de haber paseado en noches divertidas de pasión,

en la alfombra mágica que me regala mi dulce amor,

una alfombra para soñar.

Para escapar mágicamente paseando en la fantasía,

Y volver acariciando a la realidad.

nuestros ojos no hayan podido encontrarse en una mirada,

así es el amor verdadero que revive cada día en la distancia,

en sincronía con la misma misión para respirar.

Largas noches bajo el cielo extraño,

con la luna mirándome desde otro ángulo,

mientras más enamorada estoy de la vida,

más cerca la veo brillar.

Quiere confesarme que mis deseos puedo hacer realidad.

Soledad, ilusión, un tornillo suelto

o dulce vocación

afloran por todo mi cuerpo

y me hacen contar una historia de la vida

que ha resultado mágica y misteriosa

en este dorado desierto

y la expansión de mis sueños me ha de regalar.

Las aventuras desde el primer momento no paraban de llegar.

Con dos bebés a mi cargo,

familiares lejanos e idiomas extraños a mi lengua,

buscaba la batuta para poderme guiar en medio de la soledad.

Los problemas no esperaban por la solución,

el camino necesitaba respuestas y solo Dios las había de ofrendar.

Debía hablar inglés, árabe o algún idioma en particular,

el instinto de supervivencia asumió el lenguaje del amor,

ese mismo que se vuelve universal.

Ese lenguaje del amor que se siembra como semilla,

en cada célula, para dar oportunidad a la vida,

floreciendo en valores como herramientas

para la guía del individuo en su propia vida.

Como náufragos,

los venezolanos arribamos a vivir en cualquier lugar del mundo,

haciendo viva nuestras tradiciones como verbo,

las convertimos en un gerundio,

nuestra voz como eco se ha propagado por el mundo,

naufragando porque nuestra embarcación perdió el rumbo.

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