El crítico intranquilo

El crítico intranquilo

Ocurrió cuando J. Gutmann estaba en el baño. Sentado, mirando su teléfono móvil, harto de ver pornografía, decidió mirar un video de un tal Finneas Finch. Era una entrevista que le hacían a Finch. El tema: su reciente libro Ahora que todo importa una mierda. El tono de Finch era de afectación. Tenía un acento impostado. El entrevistador le comentaba a su audiencia que de Finneas Finch algunos críticos decían que era “endiabladamente inteligente”, ¿qué opina? Preguntó. Finch contestó que era consciente de que debía responder a las altas expectativas de sus lectores, y advirtió otras cuantas vaguedades, presunciones intelectuales, palabrería simplona. Aquella entrevista no tenía comentarios virtuales de los espectadores. Tampoco muchas visitas. Pero Gutmann reconoció en Finch un alter ego. Era como mirarse al espejo.

Después de asearse, Gutmann pasó por la cocina hacia su estudio y decidió hacer una búsqueda en internet sobre Finch. Era de noche. Afuera, en el porche, tras los ventanales de la sala, estaba Whisky dormido sobre una de las tres sillas de mimbre. Continuó J. Gutmann viendo la entrevista, aunque era difícil de soportar el aire de arrogancia del entrevistado. Intuyó que la jactancia no era deliberada. Como en su propio caso, más bien se trataba de una disfunción social, un manierismo maleducado. Finch tenía un rostro muy parecido al suyo, alargado e inexpresivo. Su cabello sí era diferente, pero su contextura física era casi idéntica a como lucía Gutmann tres años antes. La medianoche fue anunciada por las campanas del reloj del pueblo. Whisky bajó de su silla, caminó hasta la puerta de cristal y ronroneó inaudiblemente del otro lado. Se levantó para dejar que el gato entrara. Hacía frío otoñal. Whisky miró fija y extrañamente a Gutmann, mientras Finch continuaba alegando que su libro era una colección de cuentos a la que llegaba sin proponerse temas específicos. Gutmann volvió a su asiento. No estaba realmente concentrado en la conversación de Finneas, pero le llamó la atención que tuviera un doctorado de la Universidad Augusta de Gotinga, donde él mismo tuvo intenciones de estudiar. Whisky maulló por comida. Gutmann notó que su mujer sólo había llenado el tazón de leche.

Finch se había adelantado a sus pasos, concluyó. No solo eran parecidos, también, revisando su carrera, descubría que Finneas Finch había cursado cada cosa que podía interesarle.

Advirtió que Finch tenía diez años más que él en la reseña de datos que hacía de él Wikipedia. No obstante (y esto lo comprobó rápidamente) J. Gutmann se veía mayor, más demacrado que aquel escritor, cuya voz se seguía emitiendo ininterrumpidamente del computador portátil. Despedía una seriedad aburridora. La entrevista era intragable. Gutmann empezó a preguntarse si también él era percibido de esa manera. Ronroneó por cuarta vez Whisky. Del teléfono de Gutmann sonó una alarma. Un tintineo de cristales digitales ahora se derramaba en la sala. Impaciente y suplicante, Whisky pasó entre las piernas de su amo. Gutmann se puso de pie. Volteó su mirada hacia el porche, la noche era diáfana, detalló su propio reflejo en los cristales que le devolvían una versión menoscabada de Finneas. La lámpara colgante que recién había instalado también se reflejaba, aunque notó que tenía dos bombillos fundidos. Emergió de sus abstracciones y caminó hasta la cocina. Abrió otro paquete de comida para gato. Vertió un poco en el tazón contiguo al de la leche y acalló la alarma de su teléfono. Finch también se había callado.

J. Gutmann recordó que el entrevistador de Finch había elogiado también “la originalidad de poner títulos largos a sus obras”. Al menos en eso eran muy distintos; Gutmann apreciaba la brevedad. La alarma le indicaba que tenía apenas dos horas para escribir su artículo semanal. Según su propio horario, luego tendría que volver a la cama y dormir siete horas mínimo. Whisky empezó a engullir su alimento, haciendo un ruido de regurgitación desagradable, después se puso delante de la puerta del porche. Era un agobio estar abriendo y cerrando la puerta. Gutmann salió al porche con Whisky. El frío se anunció secando de inmediato sus manos. Observó la casa de Thomas, su horrible decoración de jardín: dos ratas de metal que pretendían ser tiernas sobre un bote. Al lado izquierdo la casa de Gernot, su otro vecino, cuya ventana del ático permanecía rota desde que Gutmann se había mudado. Pensó en cómo sería la casa de Finch. Whisky se alejó corriendo entre los árboles del jardín que en la penumbra lucían afantasmados.

Escuchó de pronto el sonido de una puerta cerrándose en el interior de su sala. Giró rápido para ver cómo Esther entraba a la cocina, caminando con medias de lana y en albornoz. Ella no le miró. Hacía tres días no se hablaban, dormían en camas separadas. Él en el segundo piso. No era una persona problemática Esther Gutmann, o no lo era con todos, sólo con los que conocía realmente, y a su marido sí que lo conocía bastante bien. J. Gutmann entró de nuevo a la sala inspirado por una idea. Su mujer se había metido al cuarto de baño. Un minuto y medio más tarde se escuchó cómo Esther jaló la cadena del inodoro. Abrió la puerta del baño. Estaba soñolienta. Se veía cansada, pero seguía siendo hermosa. Detestaba despertar a esa hora para orinar, pero también lo hacía por un hábito de control; así tenía la seguridad de que las cosas y las personas seguían estando justo en donde las había dejado. Apoyado en el vano de la puerta pidió a su esposa que mirara el video de Finch. Ella respondió inicialmente con suspiro de desagrado, luego aceptó. En el fondo estaba contenta de que Gutmann hubiera roto el silencio. Esther vio 50 segundos de la entrevista de Finch sin decir palabra. Luego miró a Gutmann. Su gesto era muy parecido al de Whisky, acusante en parte, pero con un atisbo de lástima. “¿Vienes a la cama?”. Pensó J. Gutmann en el título del libro de Finch antes de responder que sí.

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