La entrega del primer manuscrito en las manos del padre recibió la respuesta merecida.
―Tiene remedio. Puedes botarlo y hacer otro.
Su valoración también recibió una respuesta merecida.
―Muy bien, puedes matarme y tener una hija con cualquier otra mujer, pedirle que te escriba un cuento y esperar a tener mejor suerte.
―Me parece justo, un cuento es como un hijo, por lo tanto, esto sería un doble homicidio, tú lo matas a él y yo te mato a ti ―contestó.
No se efectuó el plan, pero este fue el principio de lo que sería una dura relación de colaboración literaria.
La capacidad de fabular ha existido en la familia como una maldición genética, y cada integrante la ha explotado de diversas maneras. En su caso era imposible parar de escribir, quizás, lo que no había heredado era la capacidad de hacerlo bien, seguramente, terminaría adoptando alguna de las variantes de la prole.
La madre, por ejemplo, mentía fabulosamente, creaba mentiras con su principio, nudo y algún desenlace sorpresivo. Como buena creadora se identificaba con sus mentiras y las creía antes de que estas llegaran a oídos ajenos, después, cuando alguien le ripostaba, defendía la trama y los personajes, su comprensión del asunto era tan basta, que después de unos minutos nadie ponía en duda sus palabras. Sigue siendo, sin duda, la más prolífica fabuladora de la familia.
El tío, hermano del padre, usaba una técnica contraria, disfrutaba divulgando noticias escuchadas, dejando a todos curiosos sin saber las causas que motivaron el asesinato del funerario del pueblo vecino o la locura momentánea de la mujer del presidente. A los pocos días traía varias posibilidades y cada cual podía escoger la que mejor le pareciera, el efecto no era el de la sorpresa, sino el de saber cómo y por qué ocurrían las cosas.
El abuelo materno era el rey de la caracterización de personajes, había sido de todo, alfarero, diseñador, músico, carpintero, bailarín, arquitecto, albañil, asesor legal, y hasta brujero, pero nunca escritor, cada nueva profesión le exigía un estudio serio y una nueva biografía, ganó mucho dinero con esta derivación de fabulador.
El abuelo paterno durante muchos años creó historias para las nietas en las siestas de las tardes. Un día comenzó a repetir la misma historia una y otra vez, así comprendieron que la demencia comenzaba a ocupar espacio, y cuando perdió totalmente la cabeza, se contaba historias a sí mismo.
La abuela acostumbraba a leer y contar los argumentos de sus lecturas cambiando los finales, nunca se quedaba conforme, así que su labor consistía en mejorar las historias según sintiera necesidad, se atrevió incluso con algunos cuentos de Gabo, de Maupassant y de Poe. Eso obligaba a todos a leer lo que pasaba por sus manos en la comprobación de si era verdad o no, mejor o peor que su versión personal. Cuando encontraba alguna historia simple que no le merecía cambio, decía que no era digna de ser leída, «una buena historia, siempre debe contener un sinnúmero de posibilidades», decía.
El primero en usar el papel y la tinta había sido su padre, un hombre culto que podía leer en casi cualquier idioma y que escribía ya de puro oficio, aunque nunca se ganó la vida con ello. Su talento era tan grande como su capacidad para la tristeza y su falta de suerte con las editoriales. Su relación con la vida era casi idéntica a la de su hija con la escritura, una especie de contigo no puedo estar, pero sin ti no puedo vivir, por lo cual, el surgir de este cuento fue más bien un aborto creativo, pues la historia nunca logró tener siquiera un acta de nacimiento.
―He hecho cosas peores, puedo quemar este cuento ―dijo la incipiente escritora, última descendiente de la progenie fabuladora.
Así comenzó a llenar cestos antes de conseguir una sola frase digna, cuando su padre la descubrió insistiendo más con las papeleras que con las gavetas estuvo totalmente orgulloso y seguro de que ella sería la única que lograría unificar sapiencia, mentira y perseverancia.
Después de muchos meses nació otro hijo blanco y negro que no se atrevió a llorar hasta no tener la aprobación familiar, se titulaba Grito, la madre catalogó a este recién nacido como una mentira digna de ser escuchada en voz baja, lo que la llevó a suavizar un tanto la violencia del lenguaje utilizado. El tío la llenó de interrogantes, y ella luchó por darle respuesta a cada una para conseguir mayor claridad. El abuelo materno intentó descubrir cómo lucía exactamente la protagonista y el paterno si esta gritaba porque tenía hambre, como él, lo que le merecía una descripción detallada de la imagen del emisor del grito. A la abuela le simpatizó el final y dijo que para esa historia era el único posible, esto solo le provocó a nuestra escritora una profunda duda, así que lo reescribió completamente. Solo faltaba el padre.
Después de varios días de trabajo los reunió a todos y leyó el resultado, quedaron atónitos, el padre, enrojecido de furia, gritó:
―Este es aún peor que el anterior, no tiene fuerza, carece totalmente de misterio, las descripciones no dejan lugar a la acción y el final es atorrante.
Toda la familia quedó muda. Ella gritó llena de coraje hasta que se le acabó el aire, la rabia, y el llanto propio de la desesperación. El padre la tomó por las muñecas y en voz baja le dijo:
―Esto que has escrito es una auténtica mierda, sin embargo, lo que escribiste hace unas semanas es una puta genialidad, pero eso no podrás recuperarlo porque lo boté a la basura con el resto de tu papelera, ya que ese fue el lugar que le diste, así que haz algo mejor que gritar, pon tu culo en una silla y comienza de nuevo.
Padre e hija se abrazaron llorando en lo que sería la más dura colaboración literaria posible.
Massiel Rubio
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