Una segunda oportunidad

Una segunda oportunidad

Camilo Guzmán

04/10/2018

Estábamos todos reunidos en la sala, me sorprendía que los niños no estuvieran jugando. Estaban ceñidos en el sofá más grande. Mi mujer parecía que con cada hijo que teníamos se volvía más hermosa y fuerte. Iban seis y parecía una diosa. El punto es que ese día fue algo insólito, había llegado de trabajar, la tensión era intensa, saludé a mi familia y su respuesta fue una palabra árida. No dije nada más y me senté a leer. Los veía por encima del periódico y el tiempo incrementaba la ansiedad. Evitaban el mínimo cruce de una mirada. Las niñas observaban el suelo y los niños el techo, mi esposa estaba hipnotizada viendo el cielo.

El día anterior estaban gritando y corriendo por toda la casa; en realidad, siempre estaban corriendo y gritando como cualquier chico alegre con una imaginación avanzada. Pasillos, habitaciones y baños recibían con gusto el juego de la infancia. Pero ese día todo se descompuso, internamente tenían la pesadumbre de un anciano, parecían estatuas esculpidas precisamente para un momento de angustia y duda. No sabía qué sucedía y les pregunté, nadie dijo nada. Me levanté del asiento y no alcancé a dar tres pasos cuando una frase se coló rígidamente en mis oídos. -Tu madre ha muerto, nos avisaron hace una hora-. Dijo mi esposa. Quedé helado, cada letra fue un balazo. Las niñas se pusieron a llorar.

¿En qué momento se estropea el orden que tiene la vida?, digo, ¿a dónde encierro estas palabras de agradecimiento que no le dije a mi madre?, ¿de quién me despido?, la muerte es un hecho tan natural como la melancolía que le acompaña. ¿Puede algo llenar este vacío?.

Su funeral fue dos días después. Decidí no ir, no valía la pena despedirse de un cuerpo que ya no podía abrazarme, no tenía sentido alguno mirar su rostro si sus ojos no estaban, sus párpados me hubieran hundido. Además, es el acontecimiento más hipócrita que conozco. La familia perdida se saluda, hay un pozo que adornan con flores como maquillando su arrepentimiento, un pariente distante que consuela, nubes grises diseñadas para el acontecimiento y, lo peor, las mujeres que lloran con la boca abierta hasta quedarse secas. Es decir, ¿a dónde se fue ella?, tenían su cuerpo encerrado en un cajón y con eso les bastaba para desahogarse. Yo necesitaba algo más, algo distinto a la ausencia de gestos en un rostro pálido que recibió mis besos. Me urgía profundamente saber el rumbo que tomó su alma y conocer su paradero aunque fuera un pensamiento bastante absurdo.

Ese acontecimiento fue el detonante fundamental para que se degradara mi percepción hacía cualquier circunstancia, todo era desgracia, me invadió una pena colosal que poco a poco iba consumiendo el ser humano que había sido hasta ese momento. Una rutina denigrante se fue introduciendo rápidamente en mi vida. Mi familia, cargando con la leve tristeza que les producía la ausencia de mi madre, hicieron de todo para subirme el ánimo. Cuatro mujeres en la casa intentando robarme una sonrisa y era inútil, por alguna razón, me convertí en un recipiente de recuerdos que no dejaba ingresar algún tipo de afecto o auxilio.

En mi mente giraba la intención de hacer algo que fuera esfumando la nostalgia, nada se me ocurría, también se había averiado el mecanismo que generaba las buenas ideas. Una noche, sentado en el sofá y sin obtener algún antojo por dormir, se escuchó el grito desesperado de una anciana en la calle, sin excusarme, salí corriendo para ayudar a alguien que ni siquiera había visto por la ventana, sólo me invadió el deseo descontrolado de amparar a esa voz madura.

Salí y la calle estaba desolada, me aseguré de que todo estuviera en orden y camine unos cuantos metros para revisar que nadie estuviera en riesgo. Justo antes de entrar a la casa de nuevo, me golpeó un ventarrón helado y otro grito emergió de las sombras. Todos ya estaban dormidos y yo estaba estático esperando a que algo sucediera. De repente, en la lejanía de un callejón, surgió una imagen confusa que camino hasta perderse de vista. Atravesé con miedo las calles hasta llegar al lugar a donde se había ido esta sombra misteriosa y, efectivamente, en el fondo de aquel callejón iluminado por una lámpara opaca, había una anciana llorando hacia la pared. Fui dando pasos cautelosos como prolongando el inevitable porvenir de ese momento y justo antes de colocar mi mano en su hombro, la anciana se volteó y expulsó un grito que me dejó inconsciente.

A la mitad de una pesadilla que ya no recuerdo, me despertó un destello intenso y yo estaba acostado en una habitación que parecía de tortura. La anciana me estaba apuntando con una linterna en el rostro. Me asombró no estar atado o vendado, al parecer, ella no me consideraba peligroso, presintió que yo no escaparía al despertar. La miré, sus arrugas resaltaban más que cualquier otro detalle de su cuerpo. Normalmente, los ojos de una persona transmiten un poco de lo que son, pero ella poseía una expresión de abandono que excluía su mirada del asunto.

Antes de que le pudiera decir algo, ella comenzó a jadear ligeramente y de improviso soltó una oración que me dejó en un limbo corporal.

-Ya puedes despedirte, hijo.

Me consideraba un hombre que podía controlar la sensibilidad, pero al escuchar esas palabras y al ver esa mujer con los brazos extendidos, me ataqué a llorar como el niño que algún día fui.

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