El irreprensible señor Buonapersona contra escritorcillos de aquí y de allá

El irreprensible señor Buonapersona contra escritorcillos de aquí y de allá

(Extracto de artículo publicado en Las Buenas Costumbres–Buenos Aires, Agosto 2018).

No es noticia que los hombres de bien nos veamos inmersos en una vorágine diaria que en determinadas ocasiones puede hacer mella en el entretejido de las relaciones paternales. Mi primogénito nunca tuvo falencias materiales, siempre estuvo a la vanguardia en cuanto a la posesión de artilugios tecnológicos de lo más variopinto. Sin presumir: le inculqué desde pequeño la idea de que sus amigos no tienen la culpa de ser portadores de esa codicia que nace en el corazón de quien no sabe lo que es un billete de cien dólares. Vamos, que sus amigos no tienen la culpa de tener unos padres sin ambición de progreso; hay que compartir algo de nuestra dicha cristiana.

Aprovechando la graduación con honores de Rigoberto (mi hijo), me vi en la necesidad de premiar su esfuerzo académico con un viaje donde contaría con mi inestimada compañía, y nos embarcamos hacia un safari de caza en Sudáfrica para compartir tiempo de calidad.

Al llegar a destino, lejana quedó la expectativa que tenía de ver chiquillos corriendo en paños menores por doquier o alimentando cabras que oficiaran de mozos portaequipajes. Desde la ventana de nuestra habitación se observaba una vasta llanura. “Mirá, Rigo (utilizo apocopes para generar empatía. Aprendí este truco viendo el oficio de los conductores de noticieros), observá este bravo paraje”. Rigo me dijo que cerrara la ventana que perdía conexión de WIFI. Se limitó a responder mensajes a sus amigos y a permanecer leyendo en la cama. Mi sorpresa fue mayúscula cuando pasadas unas horas lo inquirí acerca de su lectura. No estaba leyendo a Céline como esperaba, sino un pastiche de relatos sobre la locura de unos cuantos desconocidos. Mis alarmas se encendieron.

Por primera vez desde que abordamos el avión en Buenos Aires, Rigoberto se dirigía feliz hacia mí contándome los pormenores de su lectura, donde desfilaban personajes desequilibrados de dudosa calaña. El hecho me sumió en una profunda reflexión acerca del mundo actual.

La locura, ese conjunto de patologías mentales difíciles de discernir, parece dar un manotazo de ahogado desde el fondo de los tiempos, para enquistarse en la sociedad actual. Es común ver que los jóvenes se expresen con apelativos relacionados a esta condición, como si fuera algo de lo cual enorgullecerse. Y es que la locura, como la lepra, se contagia y se introduce en los intersticios de nuestro tejido social, degradándolo. A los locos hay que guardarlos en altillos, como se solía hacer en las familias de bien. Esa noche, al apoyar la cabeza sobre la almohada, no pude más que indignarme con la Dirección de Escuelas Públicas que, en lugar de promover la inofensiva lectura de Juan Ramón Jimenez, reivindican a “escritores” abyectos como Miguel de Cervantes y sus cancerígenos molinos de viento.

Por la mañana, un golpe recio hizo vibrar la puerta de nuestra habitación. Al abrir me encontré con Anuar, nuestro guía de safari, un negro portador de una mirada incandescente que hacía honor a su nombre (N.R. Anuar en lengua africana significa brillo). Nos dimos un fuerte saludo de hombres y partimos. Anuar conducía con gran maestría un jeep vetusto pero funcional. El sol inclemente hacía que nuestras frentes se bañaran en sudor, sudor que bajaba por los torneados brazos del negro para cobijarse en sus bíceps hasta evaporarse con su calor corporal. Luego de una hora de viaje, continuamos la travesía a pie. Cuando el negro se parapetó contra un árbol, tuve la certeza de que había divisado una presa. Hinqué una rodilla en el suelo y observé a una bestia de tal belleza que era una pena poder matarlo solo una vez. Contuve la respiración mientras Anuar exhalaba su cálido aliento en mi nuca, protegiéndome de un virtual ataque por retaguardia, y descerrajé un disparo certero que impactó en el medio de la cabeza del animal. Nos abrazamos festejando. Pasada la agitación del momento, me acerqué a mi hijo extendiéndole un cuchillo. Pidiéndole que extirpara los cuernos del animal, y la emoción de ver a mi primogénito conquistar su primer trofeo excitó mis lagrimales. Pero la vida a veces nos pone ante encrucijadas difíciles de sortear sin que a uno le dé un infarto y, mientras escuchaba las palabras de mi hijo caer como bilis infecta de su boca, sentí que el mundo se derrumbaba alrededor:

“¿Que le arranque los cuernos al bicho? ¿Pero qué clase de demente sos para proponerme eso?”. Intenté hacerlo entrar en razón, le hablé acerca de los beneficios de exhibir trofeos en su oficina pero entonces el horror se hizo presente: Rigoberto me explicó que pensaba dedicar su vida a la escritura. Un mareo súbito me hizo trastabillar, y ahí fue cuando Rigo me asestó el golpe de gracia: “Padre, acabo de escribir un cuento que habla sobre un cazador demente, se lo voy a enviar a los que escribieron el libro para unirme a ellos”. Los instantes siguientes son una sucesión de hechos fragmentados en mi memoria: yo gritaba al cielo, Rigoberto amenazaba a Anuar con mi cuchillo para que le entregara las llaves del jeep, y un mono se robaba mi rifle disparando a discreción. Mientras Rigo escapaba en el jeep abandonándonos a nuestra suerte, me desvanecí sobre el reconfortante pecho de Anuar.

Me llevó al hotel en brazos y, después de una noche de confesiones íntimas, me acompañó hasta el aeropuerto. Entre nosotros había nacido una bonita amistad.

Mientras el avión surcaba el cielo, puse manos a la obra en la redacción de una carta destinada a mis amigos del Colegio de Abogados de Buenos Aires, con el fin de que averigüen el nombre del libro y las identidades de los escritorcillos. Sé que son un colectivo de distintas nacionalidades y no será tarea sencilla, pero soy un hombre poderoso. Los voy a cazar uno por uno y les voy a exigir una satisfacción por pervertir la mente de mi hijo. Esto aún no ha terminado.

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