Federico el «Burrotaxi»

Federico el «Burrotaxi»

JCA (José)

15/10/2018

Algunos me llaman asno, otros bicho, los hay que intentan hacer un sonido complicado con la garganta pronunciando la letra “k”, otros, simplemente gritan “ehhhhhh”, mi nombre más común es burro y el utilizado por mi dueño es Federico. En cualquier caso, suelo ser un animal bastante dócil perteneciente a la familia de los équidos y que cuenta con una muy buena relación con los humanos, algo tozudo a veces, pero en general dócil.

Desde que murió mi primer amo, fue su nieto, Emilio, quien comenzó a cuidar de mí. Se trataba de un jovencito de 12 años, de tez morena y delgado hasta dejar adivinar sus costillas en la piel; la única «familia de sangre» que le quedaba era su tía Dolores, quien le dejaba pasar el día cuidando de mí pero con la que no compartía gran cosa; y, en un contexto más emocional, me encontraba yo.

A Emilio lo apodaban el «Mocito» y era bastante conocido en el pueblo, sobre todo por los más jóvenes, aunque al mismo tiempo no muy respetado. Los chicos de su edad solían tratarle mal, riéndose de él, robándole cuando lo veían con algo de valor, muy rara vez, o, incluso, pegándole. Se aprovechaban de su orfandad, estado que le acompañaba desde bebé a causa de un grave accidente de tráfico que acabó con la vida de sus padres. Yo lo conocía desde casi cuando comenzó a andar, cuando su abuelo lo llevaba a la huerta con nosotros y él se entretenía con los conejos y demás animales mientras trabajábamos.

En aquel momento, Emilio ya estaba entrando en la etapa adolescente y era él quien cuidaba de mí, llenando mi forrajera de comida y aseándome de vez en cuando. Gracias a dichos cuidados, yo me sentía protegido y en paz; pero no era su caso, necesitaba ayudarle en su vida, a darle ese empujón que le permitiría hacerse respetar por los demás y poder vivir sin tener que contar con su tía.

Cuando llegaron las fiestas del pueblo, y desde bien temprano, se notaba el furor de la gente por celebrar la llamada romería. Se trataba de una especie de marcha por un sendero trazado en el campo acompañando a una imagen cristiana desde el pueblo hasta una ermita localizada a unos kilómetros de distancia. Bien que una minoría de personas seguía el paso de la virgen rezándole y peregrinando con ella, es verdad que en general aprovechaban para beber y comer hasta saciarse y disfrutar de un picnic al aire libre y a la sombra de los olivos y otros tipos de árboles de la zona. Para Emilio era un día muy importante, puesto que podía estar fuera y mezclarse con la gente sin tener mayores percances, pasaba desapercibido; en aquella fiesta, él solía montarse encima de mí y darse un paseo por el campo.

Mientras disfrutábamos del ambiente, nos llamó la atención una mujer de mediana edad que cayó entre las piedras torciéndose el tobillo. La pobre parecía sufrir bastante y apenas podía moverse, su marido la quiso ayudar a incorporarse pero el dolor no le dejaba recorrer más de dos metros sin caer de nuevo al suelo.

Me surgió una idea con la que quizás no solo favoreceria a Emilio, pero también a aquella mujer que parecía sufrir tanto. Me acerqué a ella y bajé la cabeza con cuidado.

Al principio Emilio parecía no entender lo que le quería insinuar, e incluso la dama retrocedió ayudándose con la otra pierna por miedo a que yo hiciera algo, imagino, descontrolado. Cargándome de paciencia, volví a intentarlo, me acerqué nuevamente, esta vez plegando mis articulaciones para no causar miedo. Por fin, fue el marido de la mujer quien comprendió todo, y le propuso a Emilio.

–¡Eso es! Mocito, ¿podrías llevar a mi mujer hasta el pueblo montada en el burro?

En un principio, mi amo, extrañado por recibir una petición de alguien que no conocía, dudó qué decir, titubeaba con la boca, y miraba fijamente al hombre, pero al ver a la mujer sufrir asintió y ayudó a aquel señor a montarla sobre mí.

Poco a poco bajamos por el sendero de tierra hasta llegar al pueblo, la mujer, aunque seguía con el tobillo dañado, parecía muy agradecida, y el hombre estaba encantado marchando al lado de ella; Emilio, a su vez, me guiaba y controlaba mi velocidad.

Al llegar al destino, y una vez la mujer instalada en un coche para ir al hospital, el marido de ésta agradeció a Emilio su ayuda, y le pagó algo de dinero.

Cuando estábamos dispuestos a volver, un anciano nos paró.

–¿Cuánto cobras por llevarme hasta la romería?

Nuevamente las dudas acecharon en la mente de mi amo, pero al parecer, y tras dibujar una pequeña sonrisa con sus labios, aceptó.

Pasamos la tarde llevando gente desde el pueblo hasta el campo y viceversa, Emilio tuvo la idea de crear un cartel en el que pusiera «Burrotaxi» y así ganar dinero por el servicio. Se le veía contento, disfrutaba ayudando a los demás y sintiéndose útil, yo, al igual, adoraba llevar a aquella gente.

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