Cuando la Nieve Cae

Cuando la Nieve Cae

—¡No podéis entrar! ¡Aquí no está!

Una mujer de edad avanzada vestida de negro, con un bastón en la mano derecha se encuentra de pie en el marco de la entrada de su casa, el tono de su voz suena seguro. Ya son más de ochenta años los que lleva encima. Tiene el rostro de un color cetrino y el cuerpo delgado, un poco huesudo. Después de unos segundos baja la entonación de su voz e intenta dialogar con una veintena de personas, a las que conoce desde niños. Un hombre le dice que se aparte. La anciana contrae los músculos del cuerpo y de la cara mientras los vecinos lo perciben. Ella se acomoda para ocupar el máximo espacio posible del acceso a su hogar, como si fuese una gran roca y la muchedumbre guarda silencio mientras se miran los unos a los otros.

La nieve cubre parte de su casa y el humo de la chimenea se confunde con el cielo blancuzco. Aún nieva, lleva días sin dar tregua. La anciana mira alrededor y por un momento se arrepiente de estar tan alejada del núcleo urbano. La veintena de personas se acerca más. Ella puede oler el sudor y escuchar la respiración de los allí congregados.

—Esto no va con usted, doña Magnolia. Entréguenoslo y ahorrémonos el tiempo de buscarlo —le dice uno de ellos.

La anciana gira su cabeza de derecha a izquierda de manera reiterativa. Una mujer joven la empuja y la desplaza del sitio que ocupa logrando entrar en la casa, los demás hacen lo mismo. En ese momento la octogenaria, que se encuentra sin gafas para ver de lejos, observa que en las manos de los que pasan a su lado hay palos, bates y hasta percibe el brillo de la hoja de un cuchillo. Sabe qué buscan y también lo que sucederá, pero eso no la detiene para caminar detrás de ellos en medio del pasillo e intentar cambiar el rumbo de lo que vendrá. La voz de la anciana antes dura pero serena se convierte ahora en un hilo de súplica. Con sus manos ásperas, del trabajo en el campo, agarra una camisa de cuadros, al girar el rostro ella ve los ojos implacables de un hombre, que por un momento la mira con compasión y tomándola del brazo la sujeta con fuerza y la introduce en el primer cuarto que encuentra a su paso. La abuela forcejea pero es inútil, su cuerpo cansado le impide hacer frente al hombre de más de 1,90 de estatura. Él cierra la puerta y ella escucha cómo el invasor pide ayuda a una tercera persona:

—Sujeta aquí, que no se nos escape, voy a traer esa mesa de madera maciza para acuñarla, es lo mejor para ella.

La octogenaria oye el sonido de un mueble que es arrastrado y que golpea contra el portón del baño en donde ella se encuentra.

En el forcejeo, el recogido en su cabello se ha deshecho y la larga cabellera blanca cae hasta la mitad de su espalda. Unos pocos hilos cenizos tapan su rostro. Tiene los ojos rojos y no puede reprimir las lágrimas. El pequeño baño, de apenas tres metros cuadrados no tiene ventanas y la abuela no enciende la luz. Conoce ese espacio de memoria, ya son casi sesenta años habitando cada parte de esos muros. Toca la pared para orientarse y se topa con el relieve de los azulejos de flores rojas que ella misma pintó en otro tiempo en el que era feliz. Por un momento siente que está dentro de un ataúd impuesto. Acerca el oído a la puerta y escucha las pisadas fuertes sobre el suelo de madera, la caza de la jauría, la caída de cristales y de muebles, los portazos, las arengas.

—¡Vamos a encontrarle! —y después un grito lejano:

¡Aquí está! ¡En el armario!

La anciana da tres pasos y se deja caer lentamente en la tapa del váter. Un grito agudo toma sus cuerdas vocales mientras golpea y patea el tabique de separación. Los pasos antes lejanos y ahora cercanos invaden la casa. La voz de un hombre joven que la octogenaria conoce bien desde que nació y a quien crió después de la muerte de su hija, grita:

—¡Abuela, ayúdame! ¡no dejes que me lleven!

Es lo único que entiende en medio de un bullicio cada vez más nítido y cercano a la puerta de salida. Con las manos se tapa los oídos en un intento de no escuchar lo que sucede.

Un portazo.

Luego, el silencio. No escucha pasos, ni voces, y recuerda la mañana del día anterior: en el jardín trasero encontró la sangre aún caliente empapando la nieve; si no fuese porque había más de un metro, la temperatura del líquido rojo la hubiese derretido. Al lado de la mancha descansaban unas trenzas rubias y un cuerpo pequeño que no llegaba a los diez años en posición fetal.

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