Ahí iba de nuevo con lo de la panadería. Siempre era el mismo cuento y mi abuelo ya no daba más. Andaba encorvado, sus pies apenas susurraban por la madera y tenía una hernia sin tratar. Ella ya no tenía la culpa de nada y eso también agotaba.

¿Un tecito?, dijo la abuela. No, gracias, aún me queda, le respondí. Quinta taza que me ofrecía. Por lo menos hoy no me confundía con su hermano que se mató en las vías del tren. Nadie quería explicarle la muerte. Si no la entendía antes, menos la iba a entender ahora. Pobre de mi viejo, pensé. Ver a su mamá diluirse en un manojo de recuerdos. Ni siquiera buenos recuerdos.

A esas alturas mi abuela no decía nada que tuviera sentido. Sus ojos estaban siempre vidriosos y su voz era apenas un hilito miserable que relataba puras tragedias. Fernando se fue a Santiago y va a vender la casa, dijo de pronto. Entonces mi papá le dijo que el abuelo estaba en el jardín regando sus hortensias. ¿Y dónde se va?, preguntó después. A ningún lado, mamá. Después vuelve su mirada a mí y yo no sé si me reconoce, pero sí sé que me va a preguntar si quiero más té. No, me queda.

Mi abuela pasaba las tardes sentada junto a la ventana, mirando lo que alguna vez fue su jardín y que ahora no era más que tierra endurecida. Antes tenían pollitos y un montón de perros. Ahora quedaba apenas un gallo sin gallinas. Junto a su silla había un altarcillo improvisado a la Virgen de Lo Vásquez. Esta gente de campo, pensé, tanta devoción por unas figuritas de yeso. Como si los milagros los pudiera uno comprar a mil pesos afuera de la iglesia. El sonido de la puerta cerrándose me sacó de mis pensamientos y vi a mi abuelo que colgaba su sombrero en la entrada. Ya, Marielita, dijo. A tomarse los remedios. ¿Claudio me traes un vaso de agua? Me levanté sin responder y acompañé a mi abuelo hasta la cocina.

Claudio, dijo el abuelo. ¿Sí?, pregunté. Su cara se ensombreció de repente y sus arrugas me parecieron grietas. Pasó la mano por su boca y acarició el fino bigote blanco que llevaba desde quién sabe cuándo. Ya no me conoce, dijo finalmente. No sé quién cree que soy, pero me ve y se pone a llorar; después me ruega que la lleve a esa maldita panadería. ¿Por qué no la internan?, pregunté. Sus labios empezaron a temblar. Se acercó y puso su mano sobre mi hombro. Soy yo, dijo. No la puedo dejar. Incluso así yo la necesito más que ella a mí. Todo me resultó muy incómodo. No sabía qué hacer y decidí abrazarlo. El viejo se puso a llorar sobre mi hombro, pero se limpió los ojos antes de que pudiera verlo.

Cuando regresamos, la abuela estaba sentada con los ojos clavados en uno de los girasoles del mantel plástico. Mi papá estaba junto a ella con el teléfono en la mano. ¿Y este quién es?, preguntó la abuela. Es tu marido, dijo mi padre. El abuelo se quedó callado y le dio los remedios. Le alcancé el vaso de agua mientras pensaba si mi abuela tenía idea de quién era yo. Claudito, ¿se sirve más té? Sí, gracias. Se acordaba.

Mientras me llenaba la taza escuché a mi papá y al abuelo murmurar. Creí que conversaban de ese raro momento abuelo-nieto de hacía un rato. Luego ambos dejaron de hablar y me miraron. Hijo. ¿Sí? Quiero dar una vuelta con el abuelo, ¿te quedas un rato con tu abuela? Va a ser corto. Tenía un mal presentimiento, pero dije que bueno con una cara de «no puedo creer que me hagan esto».

Ambos salieron y me quedé con mi abuela. Guardamos silencio. Solo oía su respiración pesada y el crujir de las galletitas con las que me llenaba la boca para hacer algo mientras esperaba. Quiero ir a la panadería, dijo mi abuela. No sé abuela, dije. Por favor, insistió con la voz quebrada. La levanté como pude y la senté en la silla de ruedas. Caminamos unos pocos minutos hasta que llegamos a un terreno baldío lleno de botellas de cerveza, basura, neumáticos viejos y otras cosas que ya no eran nada. Permanecí callado mientras ella me contaba que ahí había crecido, levantándose a primera hora para amasar el pan. Su voz se deshojaba como el recuerdo de las hortensias que alguna vez decoraron ese lugar. Me preguntó si podía olerlas. Dije que sí mientras apretaba su mano en un intento por aferrarla a una realidad que tambaleaba frente a sus ojos.

Me llevó a los parrones para sacar unas uvas. La ayudé a levantarse de la silla. Le solté un poco la mano para que me guiara. Pasamos entre pilas de basura mientras me llamaba «Andrés» y me pedía que la ayudara a buscar a su madre. Me limité a escucharla. Ya habría tiempo para volver. La dejé pasear un rato más por sus hortensias; inventé alguna excusa de por qué el parrón ya no estaba ahí. Sus ojos centellaron con una inocencia infantil. Ya no era mi abuela y yo no era su nieto, y aquel basurero olía a flores y a pan recién horneado.

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