Detrás de la cámara

Detrás de la cámara

Mi abuelo una vez me dijo que todo viaje te cambia, pero nunca pensé que cambiaría tanto al regresar de Venezuela. Recuerdo que cuando llegué a Caracas, quedé sorprendido por el contraste entre la ciudad y la pobreza que la rodea, los cerros parecían olas que amenazaban con tragarse a un paisaje deteriorado en una gran marea de miseria. Pero eso fue sólo la primera impresión y al empezar a conocer a su gente junto con su rica cultura, quedé fascinado por este lugar. Me demostraron ser personas amables, llenas de mucha calidez humana, capaces de hacer lo posible para sobrevivir a su dura realidad.

Mientras más conocía Caracas, más quedaba impresionado con este lugar. Decidí visitar el famoso Cerro Ávila y durante mi trayecto por el teleférico, capturaba con la cámara cada milímetro de esa imponente muestra de naturaleza, me sentía insignificante en medio de ese mar de árboles. He fotografiado montañas con anterioridad, pero el aire que se respira y su ambiente la hacen única, es casi como si te hablara y transmitiera todo el cariño que siente esta gente por su tierra. A través de mi lente capté el hermoso crepúsculo que bañaba de luz mortecina todo el valle, como si el sol se despidiera con tristeza de la ciudad. También pude captar la sonrisa de una niña con su familia, cuya alegría podía rivalizar la candencia del gran astro. Esta es una ciudad con una gran belleza oculta y moría de ganas por conocer más de ella.

Así que apenas llegué al hotel, convencí al bartender, quien se había vuelto un gran amigo mío, de que me llevara a conocer a su familia. Tuve que rogarle, él insistía en que era peligroso, que su familia no vivía en una zona para turismo, pero con algo de mi encanto y un par de billetes de 100 dólares pude disuadirlo. Me advirtió que iba bajo mi propio riesgo. Temprano en la mañana, Luis, como se llamaba el amigable bartender, me esperaba en las afueras del hotel para ir a casa de su madre en Petare.

Eran las ocho de mañana e íbamos compactados como una gran masa humana en lo que él llamaba una camionetica. Era ruidosa, apestaba y parecía ensamblada entre varias piezas de otros vehículos. La música iba a un nivel ensordecedor y el muchacho, al que Luis llamó colector, pedía constantemente que camináramos hasta el fondo y señalaba que aún había espacio, a pesar de que él mismo no podía caminar entre los pasajeros para cobrar el respectivo pasaje. Fue una sensación increíble, se sentía como el inicio de una gran aventura, que equivocado estaba en ese momento.

Después de una parada, Luis y yo logramos sentarnos. Él me había advertido que no llevara mi cámara, pero me sentiría desnudo sin ella. A escondidas logré sacar unas excelentes tomas de las personas de la unidad y del paisaje que había a nuestro alrededor, debí percatarme de los dos hombres con actitud sospechosa que acababan de detener el bus, sin embargo, mis ideas nublaban por completo mis sentidos, sólo quería conseguir una toma perfecta. Uno de los hombres, cubierto en el anonimato por una gorra y nos lentes oscuros, sacó un revólver y amenazó con que me bajara de la unidad. No entendía lo que pasaba, Luis me pedía que le diera todo lo que cargaba y que con eso nos dejarían en paz, pero el extraño insistía en que debía bajarme de la unidad.

Por culpa del shock, no entendía que era lo que estaba pasando, a punta de golpes me arrearon a fuera del transporte como si fuera un animal, mi cuerpo se estremecía con cada golpe, pero el miedo me había anclado al piso. No fue hasta que escuché el click del seguro del arma que reaccioné, mi vida se acabaría en ese instante si no me movía y en contra de toda de mi voluntad, logré moverme. A través de insultos, amenazas y más golpes, me colocaron de pasajero en una moto, el hombre que manejaba también portaba un arma corta y amenazó con “llenarme de plomo” si yo intentaba algo. No sabía qué hacer, sentía el gélido miedo apoderarse de mis entrañas, quería llorar, quería que todo se acabara.

Y así fue, no tardó mucho cuando de la nada nos interceptó una patrulla de policía. Yo en mi mente di gracias, pero para mi sorpresa, los hombres uniformados les dieron una faja de billetes a los delincuentes y me metieron en la parte trasera de la patrulla. Estaban felices, según lo que podía entender en medio mi ataque de pánico, ellos se habían sacado la lotería conmigo. Al menos así lo creían, hasta que consiguieron mis credenciales de camarógrafo internacional. Los hombres guardaron silencio y me miraron con rostro lúgubre. Aún recuerdo las palabras de uno que llevaba bigotes: “se te acabó la suerte pajarito, hasta aquí llegaste”. Yo nunca fui creyente, pero al escuchar esas palabras, oré, oré con toda mi fuerza y le pedí perdón a Dios por todo lo que hice en mi vida.

Tal vez fue la fé, o los giros que da la fortuna, lo cierto es que nunca llegamos al lugar donde acabarían con mi existencia. Los dos grandes faroles de un camión tomaron por sorpresa al conductor de la patrulla, el cual viró el auto tan bruscamente que terminamos por volcarnos. Estaba aturdido y mis oídos no paraban de zumbar, pero estaba vivo, no podía decir lo mismo de los pasajeros de los asientos delanteros. Logré salir de allí y de alguna forma llegué a la ciudad. Han pasado ya tres meses de mi experiencia en Venezuela y aún veo con desconfianza a las personas que me son extrañas, no porque tema que pase de nuevo, sino porque ahora conozco los monstruos que pueden ocultarse bajo la piel de un hombre.

Ubicación

Ciudad de Caracas, Venezuela.

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