Bajó los nueve escalones de forma casi automática. Desde el día en que él se presentó en su cocina, había logrado convencerse de que Dios le tenía reservada aquella misión. No encontró otro modo de decir que sí al viaje que iniciaría una vez que saliesen de San Martín, tras la ceremonia.

Después vendría el banquete, el viaje a Mallorca y, por fin, la mudanza a una ciudad que conocía de paso pero que se le antojaba lejana y fría, casi oscura, a pesar de que la luz la bañaba de la mañana a la noche.

Hacía tiempo que había asumido que ya nunca se casaría, que no tendría hijos que parir y que su vida era la escuela, su madre y su hermana. Pero apareció un día, después de casi diez años, un matrimonio, cuatro hijos y dos funerales. Sabía por su hermano que había muerto el tercero de sus hijos, y dos meses después su mujer .

No había perdido su figura de torerillo. No encontró ni una cana en su pelo ondulado peinado hacia atrás, pero su cara había cambiado. No eran sus rasgos, su boca fina y firme, su rostro afilado, su nariz casi altiva, su frente despejada… ni siquiera sus ojos. Era su mirada: esa mañana era otra, era de otro. Cuando tonteaban por el Paseo de la Isla solía intimidarla. Parecía seguro e inteligente, austero como la tierra, esencial. Ella ya no era una niña, pero a su lado sentía que volvía a tener quince años. Y quizá los tuviera.

Nunca le creyó. Puede que sí en aquellos primeros años de noviazgo, salpicados de viajes y cartas, visitas fugaces para ver a la familia. Jamás habían hablado de futuro, se limitaban a los paseos despreocupados por el parque, a ver correr el agua hacia el estanque y dar de comer a los patos.

No le creyó cuando volvió. Había tardado noches enteras y días confusos en apartarle de su pensamiento. No se hacía ilusiones cuando caminaban entre los árboles, había evitado imaginarse formando una familia con él, criando hijos, compartiendo dificultades, viviendo intensamente las pequeñas alegrías. Pero tampoco esperaba tener que entender por la líneas de una carta que se casaba con otra y que a ella la quería como a una hermana.

Los años le habían traido de vuelta. La esperaba allí, sentado en su cocina, para contarle sin palabras que siempre la había querido, que se había enamorado locamente de su primera mujer, pero que nunca la había olvidado del todo. Que estaba destrozado por el dolor, superado por la pérdida, puesto en pie de nuevo y decidido a seguir viviendo, queriéndola otra vez después de todos aquellos años.

No podía creerle. No podía sentir felicidad por tenerle de nuevo, tan cerca, tan al alcance de su vida. No era posible sentir algo bueno en medio de ese naufragio, de esa tormenta terrible, de ese horror descomunal. Era mejor, no, era la única opción, pensar que Dios le tenía reservada aquella tarea.

Hoy, a punto de descender las escaleras que llevaban a la iglesia, no tenía edad. Flotaba en un vestido de flores vaporosas. No había querido ir de blanco. Se hubiese sentido ridícula, tan mayor ya, casándose con un viudo y recién abandonado el luto por su padre. No le hacía falta. Siempre había llamado la atención, los hombres se giraban para mirarla y las mujeres lo hacían de reojo, despertando admiración y envidias a partes iguales. Ella nunca lo supo. Su inocencia la impregnaba de un aura aún más misteriosa, llegaba a parecer orgullo lo que en realidad era timidez y miedo a respirar.

Entró en la iglesia de forma casi automática. Recorrió el pasillo del brazo de su hermano. En el altar esperaba él, transmutado, esperanzado, trágico, bello. En los primeros bancos los que serían desde ese día sus hijos. Faltaba la pequeña.

CIUDAD DE PROVINCIAS DE LA ESPAÑA DE PRINCIPIOS DE LOS 70

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