(Foto de hola.com, publicada en www.barcelonacheckin.com)

El verano, como la muerte, es un estado de ánimo.

En una oscura playa, sin la intromisión de la luz urbana, mi cuerpo reposa sobre su espalda adormecida, insensible, y mis ojos vagan por el cielo en busca del jirón luminoso creado por una estrella fugaz. Con la misma paciencia vigilo una luz brillante colgada del espacio para comprobar si es Venus o una nave espacial que ha puesto rumbo hacia mí.

Me alegra que no haya mosquitos, algo natural no sólo por el millar de lagartijas que me rodean sino porque descubro en mi inmovilidad que un murciélago recorre el mismo punto sobre mi cabeza a intervalos regulares de una eternidad. O tal vez se trate de un centenar de murciélagos en una distanciada procesión. O quizás sólo haya dos o tres lagartijas, pero mi situación me impide comprobarlo.

Otro motivo para que mi cuerpo se dedique a observar estos fenómenos es el terror ante la imposibilidad de evitar una muerte inminente.

Hasta hacía poco, mi vida era feliz. O al menos, tenía una vida. O lo que sea.

Tenía un trabajo; no gran cosa, lo suficiente. La empresa era de las que se anuncian y mis vecinos y conocidos pensaban que yo era alguien. Sin embargo a mí me atenazaba la sensación de desaprovechar mi vida, de incumplir los sueños de juventud que juré respetar. Tras descubrir que no triunfaría en las artes, con los años también comprobé que nunca sería presidente de Coca-Cola –ni de ninguna otra empresa- y la urgencia por tener una vida al margen de la mediocridad me acució. Por eso cultivé mis inquietudes dormidas.

Escuchaba lo último de los grupos indie que festivaleaban en el país, incluso me había apuntado a clases de guitarra y, cuando disponía de un rato libre, visitaba tiendas de instrumentos musicales y pedía que me enseñaran guitarras eléctricas que me colgaba del cuello simulando que sabía cómo hacerlas sonar. Me paseaba por las redes sociales con una identidad a la medida de mis deseos, con las opiniones que hubiera publicado si Internet hubiese existido en mi juventud.

De tanto en tanto recogía a mis hijas del colegio. Instruido por la mayor, llevaba camisetas de grupos rockeros o de tatuadores de moda que eran la comidilla del patio, donde los compañeros de las niñas envidiaban su suerte por tener un padre así.

Pero quería más. Dejé mi trabajo para acabar una novela que esbocé a los veinte años, como si la hubiera estado madurando durante unos días. Pasaba horas encerrado en el cuarto de estudio de mis hijas, del cual expulsé a sus usuarias; sospecho que fuera reinaba la consternación y las lágrimas del resto de la casa. La cosa duró meses.

Un día, abrí los ojos. Me vi a mí mismo disfrazado con una vida impostada. La sensación de ir a contrapié, a destiempo, fue atenazadora. Mis viejos anhelos tenían un sabor a desfasado, como cuando observas una foto de juventud. Sentí la necesidad de reconducir mi vida hacia un camino nuevo que era el mismo que recorría antes de volver a ser joven, de adoptar las conductas que me eran propias, las de mi nuevo y renacido yo.

Cuando salí de la habitación, decidido a explicarme con los que me rodeaban, tuve una iluminación: antes debía purgarme completamente, vivir una catarsis. Recorrería los viejos barrios, bebería las antiguas bebidas, consumiría las sustancias olvidadas hasta que mi mente explotase en mil colores y después del fogonazo, tras ese momento de recreación, de renacer, colgaría las dudas y los vaivenes para seguir adelante en un nuevo yo.

Arranqué mi recién restaurada Vespa y me lancé a recorrer calles y plazas de la antigua ciudad marinera, adentrándome en los barrios prohibidos en los que te podías proveer de todo lo que pudieras soñar. No debería haberme parado allí

Después de entregar la cartera y las llaves de mi dos ruedas, recibí tantos golpes que llegué a no sentir nada. Un millar de años después fui abandonado en aquella playa urbana, desierta y oscura. Allí me quedé boca arriba esperando que ocurriese algo. Mientras mi cuerpo se enfría, no puedo hacer nada más que admirar el bonito cielo oscuro y estrellado que me cubre, en busca de la estrella fugaz a la que contarle mis sueños…

Lugar: LA BARCELONETA

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ODISEO

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