CUANDO LO POCO ERA TODO

CUANDO LO POCO ERA TODO

“Los tíos necesitan ayuda. Es el tiempo de la siega y andan apurados. No dan abasto. Si subimos, nos dan a cambio la comida, y el alojamiento para los cuatro y quizás unas cuantas verduras y unos cuantos sacos de patatas para el invierno”.
“¡Hostias, pero saldrán de nuestras costillas esos sacos! Son mis vacaciones de la fábrica”.
“Ya lo sé. ¿Y qué quieres hacer? Es la hermana menor de mi madre quien me lo pide y además las niñas necesitan un cambio de aires. Este año han enfermado mucho, la hepatitis las ha dejado muy flojas”. “¿Quieres decir que en treinta kilómetros cambia mucho el aíre?” “No sabría decirte, pero es más sano, en la montaña lo que no mata engorda”.
Así hablaban papá y mamá antes de emprender nuestro primer viaje
de largo recorrido.

“Primero marchar vosotras y ya llegaré, cuando me den las vacaciones”.
¡Qué ilusión! Abracé a mi hermana, ¡vacaciones, vacaciones! El autobús nos dejaría en Biescas y después decidiría mamá la disyuntiva del taxi o
caminada hasta Sobremonte. “Ganar veinticuatro pesetas y necesitar veinticinco, ¿Cómo se come?, ¿cómo lo vamos a pagar?” Papá siempre aguaba la fiesta con este tipo de frases. “Ya veremos” le respondía mi madre.

Y vimos el autobús rechoncho y azulado aparcado en la estación. Mamá compró los billetes en la taquilla grasienta de la que sobresalía una cabeza calva muy seria. Después nos acercamos al andén para subirnos al vehículo, no sin antes dejar la maleta a un hombre forzudo que recogía y repartía el equipaje, según destino de los viajeros, abajo en el maletero o arriba en la baca. Miramos como la subía al techo del autobús por la escalera situada en el culo del mismo. Nosotras, más ligeras nos sentamos dentro, en los números que marcaban los billetes.
“Mamá, déjame ir al lado de la ventana”. Mi hermana acomodada en la falda de mi madre, ahorró un ticket. El asiento tenía púas, estaba segura, no podía parar mientras esperábamos. Por fin el conductor subió y lo puso en marcha. El vehículo titiritó, estornudó lo que le vino en gana, hasta
que pudo deslizarse por la calle central del pueblo para llegar a la carretera
que nos iba a transportar a un nuevo mundo.
Todo recto, carretera estrecha, calzada romana, camino de cabras. A un lado, lomas peladas, y al otro, el llano y el río. “Mamá en ese letrero pone “rio Aurin” el mismo donde fuimos el domingo por la tarde a merendar y pusimos el vino y la fruta en la badina de la fuente, ¿te acuerdas? Mamá, ¿me dejarás bañar un día en el otro río más grande?, ¿cómo se llama? ¡Ah, sí! El Gállego. Ya casi sé nadar, se mueven los brazos así, así. Oh, mira! Hay un puente sobre el río. ¿Vamos a pasar por encima. ¿Y si se rompe?” “Tranquila, no se romperá” “¿Ese pueblo que viene ya es Biescas?”
“No, se llama Senegüé. Te propongo un juego. Yo te digo los nombres
de los pueblos que franquearemos, con rima y luego tu los vas enumerando uno por uno”. “Vale”
“Pasado Senegüé, el de la punta de Güé, y a unos metros de distancia, a la izquierda, se oculta entre los árboles, Sorripas, que produce mal de tripas. Luego, kilómetros arriba y a la derecha pronto verás el desvío de Olivan, donde siempre dan pan. Avistarás en los matorrales, algunas manchas- pueblos , velados puntos en el mapa, casi engullidos entre la hojarasca. ¿Ves el río?, Es el Gállego, un río grande, que nace en el lecho de aquellos picos frontales, gigantes pelados, cárceles blancas imperecederas. Siguiendo la ruta, ladearemos Arguisal, falto de sal, y poco después llegaremos a Escuer, donde no te vas a escocer.
Ya cerca de Biescas oiremos el rugido del barranco de Arás por el que se dibuja la pista que nos llevará a Sobremonte”.
“Sí mamá. ¿Ya hemos llegado?” “Aún no” “¡Mira, mira!” le digo a mi hermana, girándole la cabeza . “Mamá, mira tú también, un río que
tiene banquetas”.
“Parecido, se llaman gradas y las aspiraremos muy hondo porque vamos a bordearlas”. “¡Ya llegamos!, ¡no quiero bajar aquí!, está la guardia civil”. “No, bajaremos en la plaza del Ayuntamiento”.

“No señora, el taxi está ocupado. Tengo otros viajeros que transportar. Han llegado primero. Si quiere esperar las llevaré más tarde. No sé cuando”.
Mamá miró la hora, las cuatro de la tarde. A las siete o las ocho en Sobremonte. “Gracias, subiremos andando”. “Es mucho con las dos crías”. “Me arriesgaré”.

Mamá cogió a la peque en un brazo y la maleta en el otro. Yo me agarré a ella y la seguí. Empezamos a caminar con garbo. El trazado plano no tenía dificultad. Circulaban más rebaños que coches, por aquella carretera.

La cuesta llegó pronto y el ritmo se ralentizó. Busqué excusas para parar. “Mamá mira aquel pájaro tan grande como vuela”.
“Un águila, da vueltas, seguramente abajo en el campo hay algún animal muerto. Vamos, que se nos hará tarde”.
No había casi sombras y costaba subir por la grava que ya se clavaba en la suela de los zapatos. Mi hermana se distraía con un trozo de pan. Mamá resoplaba a ratos, mientras miraba el paisaje tantas veces recorrido cuando era una mocosa. Su padre, en estos parajes la asustaba con historias de brujas y tormentas. Conocía casi todo de este lugar, hasta sabía donde se alojaban las “Chimeneas de Arás”.
Me adelanté y al rato volví corriendo. “¡Mamá, mamá!, he visto a un hombre con un caballo que anda por otro camino” “No te apures, vendrá de trabajar en algún campo.” “Ojalá, sea conocido y vaya al pueblo, sino, no llegamos ni a cenar”.

Nos encontramos en el cruce de caminos. “¿Dónde vas con estas crías y por estos lares?” “¡Ricardo!, uff que suerte!” “Anda trae la
maleta que la enganchamos al macho y sube las crías al lomo”. El pueblo a los lejos y el cansancio en los rostros.

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