La joya que no viajó.

La joya que no viajó.

La exposición universal de Barcelona de 1929 congregó a importantes personalidades de todo el planeta y por supuesto a las más altas del país. Alfonso XIII y su esposa Victoria Eugenia viajaron esos días a la capital catalana, además de para presidir la ceremonia de inauguración, para disfrutar de unos días de asueto alejados de la corte y de los asuntos de Estado. Ese es el origen de este misterio que hoy nos toca resolver: la desaparición del anillo real. El rey, además de cumplir con sus obligaciones protocolarias, conoció a una mujer, afamada actriz del teatro nocturno barcelonés, de la que se enamoró perdidamente hasta el punto de regalarle, suponemos que tras una explosión de estúpida lascivia, el anillo que tantos quebraderos de cabeza está dando a este equipo de investigación, y que pertenecía, y de ahí lo de la estupidez, a un conjunto de tres piezas, disgregadas definitivamente por la inconsciencia de la acción real, compuesto por dos pendientes y un anillo que formaban parte del tesoro de la Casa Real desde que un reyezuelo árabe se lo regalara a la reina Isabel II abuela de Alfonso, en medio de unas arduas negociaciones sobre los derechos de pesca de langostinos en el Mediterráneo; extraño motivo teniendo en cuenta que Isabel jamás tomó decisiones ni políticas ni comerciales de ningún tipo, o al menos no se le conocen. Es muy posible que la actitud de Isabel tuviera más que ver con las curiosas aficiones del Rey Consorte, Francisco de Asís, incapaz de satisfacer la fogosidad carnal de su esposa y al que el pueblo le dedicó, sirva como argumento irrefutable, la conocida coplilla que dice:

“Paco Natillas/ es de pasta y flora/ y mea en cuclillas/ como una señora”.

El pobre hombre, impuesto a Isabel como esposo por razones de estado, gustaba de utilizar como propia la vestimenta de su esposa o de sus doncellas, y dedicaba el tiempo libre a canturrear canciones picantes mientras bailoteaba volteando las faldas. Este buen humor iba ligado a un interés especial por el género masculino, del que disfrutaba sin medida, y que facilitaba el que la vida conyugal del matrimonio fuese una balsa de aceite. Esto, sumado al reconocido atractivo y “savoir faire” del Tunecino, invita a pensar en un encuentro amoroso o en un “revolcón”, según se mire, más que en una negociación diplomática. Lo cierto es que el rey Alfonso debió de creer que nadie repararía en la falta y razones había, pues a este conjunto de joyas se le tenía en poca consideración, ya que, tras las comprobaciones pertinentes, se certificó por los joyeros de la corte su escaso valor material; por los consejeros de la Casa Real su más que dudoso valor sentimental y por los gobiernos de turno, la inoportunidad de su existencia, considerada la difícil situación política que, en los inicios del siglo XX, España lidiaba, a duras penas, en el Norte de África. Por estos motivos permaneció arrinconada durante decenios entre viejos relicarios olvidados aunque sí catalogados. Y así hubiese continuado si las vicisitudes políticas y la estupidez humana no hubiesen enviado al exilio, una vez más en la historia de este histriónico país, a los monarcas y al régimen político que sostenían. Durante los preparativos para el traslado del rey y su familia, en el momento de inventariar todo aquello que les acompañaría en el exilio a Francia, un asistente de palacio advirtió la ausencia de esta pequeña pieza. A nadie importó; todo el mundo sabía que el Tunecino había sido tan rácano y filibustero en el detalle como espléndido en ardores amatorios, y que en aquella “jaima” del desierto almeriense, en la que“ardió el hacha”, parece ser, que fueron tal para cual. Resumiendo, se hubiesen cerrado las bocas y aquí paz y después gloria. Pero alguien interesado, se dice que una rama poderosa de la sociedad catalana, contrariada por el apoyo que la realeza había prestado a la dictadura de Primo de Rivera, pensó en apuntillar, con la publicidad del hecho, a la ya de por sí desprestigiada y yacente monarquía.
Fuese de quien fuese el chivatazo, porque haberlo lo hubo, también destapó la relación del anillo con la aventura extramatrimonial que el rey Borbón disfrutó durante su visita a la exposición de Barcelona, circunstancia que alimentó la sospecha de que fue la burguesía catalanista, conocedora de los hechos, la que liberó la confidencia. La cuestión es que se desencadenó en Ena, apelativo con el que su círculo de confianza se dirigía a la reina consorte Victoria Eugenia, un afán que llegó a convertirse en obsesión por recuperar ese anillo. Incluso años después, no podía soportar que su marido, al que amaba ciegamente, hubiese gratificado con una joya real, a cambio de favores carnales, a otra mujer que no fuese ella. Le mortificaba también la idea de que esa mujer hubiera significado algo más que una simple aventura, pues al fin y al cabo el regalo no dejaba de ser un símbolo oficial, y como tal, de notable importancia “per sé”. Pues bien, el deseo de Ena no ha disminuido. De hecho se ha acrecentado con el tiempo. A pesar de que el divorcio de los monarcas se había consumado poco tiempo después del comienzo del exilio francés, a pesar también de su avanzada edad actual, de su delicada salud y de su escaso interés por las cuestiones mundanas, su ego continúa herido. Poco después de que la cizaña sembrase la duda en el tierno corazón de Ena, y se instalara en ella la desazón más alienante, se comenzaron, ya desde Francia donde fijó su residencia, las pesquisas necesarias para averiguar su paradero. Muchas personas han dedicado tiempo y mucho dinero a tratar de localizar el anillo, en su nombre y con su patrocinio. Hoy, la facilidad con que se llega a acuerdos en Cataluña en materia económica nos ha permitido encontrarlo. Lo tiene un tal Jordi, Jordi Pujol. Y no quiere devolverlo.

Tu puntuación:

URL de esta publicación:

OPINIONES Y COMENTARIOS