Diario de viaje. Jujuy.

Diario de viaje. Jujuy.

Alejo Schatzky

03/09/2016

Purmamarca.

Hay en este paraje una senda de aventura con tufillo a Southamerican Handbook, los dos o tres que vieron el negocio y hoy son guías, y los gringos en su salsa.

Hay también otra senda más modesta y solitaria que no aparece en las guías ni va a aparecer nunca porque no se la puede consignar. No atraviesa siempre los mismos lugares (o atraviesa todos al mismo tiempo) y aunque está ahí todo el tiempo, encontrarle un acceso no ocurre fácilmente. A veces te lleva a comer a unos bolichitos donde la gente te mira fijo cuando entrás, te mira fijo mientras comés y te mira fijo cuando te vas. Miran mi
barba con cierta envidia y sin comprender cómo hay que hacer para tener tanto pelo en la cara (pero ignoran que yo miro sus cabelleras con la misma envidia y los mismos interrogantes). Una lamparita de 40 watts para todo el salón (hay otra, justo sobre mi cabeza, pero apagada o quemada), techo de caña y cardón, fotos de Purmamarca de cuando al señor Eastman tenían que limpiarle los mocos –y nada ha cambiado desde entonces-, un televisor blanco y negro a bajo volumen, paredes rosas con flores de plástico que chorrean desde unas macetitas, un póster de un chimpancé jugando al póker, un pizarrón con los precios de todo lo que hoy no hay, una mesa de borrachos, la chica más india que se puedan imaginar pero que cuando toma el pedido dice “okei”. A veces te lleva a caminar
de noche por entre unos cerros que de día tienen mucho más que siete colores y
de noche resplandecen a la luz de la luna esbozando dos o tres tonos de azul.

Purmamarca es realmente «subrealista», como gustan decir algunos. Y acá el término vale, porque el paisaje está por debajo de la realidad y no más allá; pareciera como que le faltan los veinte pal peso de lo real. El pueblo tiene una calma de las más calmas que he visto en el norte, inmutable ante las hordas de turistas que se bajan de los autobuses, sacan
fotos compran artesanías-tamales-pan casero very tipicall oh qué hermosos los cerros oh este lugar es para quedarse a vivir oh qué calor vámonos ya de aquí. Inevitablemente me quedé aquí más días de los planeados. Es cuando uno abandona la idea de que hay algo para hacer cuando aparece lo inesperado ofreciendo el infinito.

Tilcara.

El tiempo de Tilcara es otro tiempo. No es necesariamente lento ni parece haberse detenido ni invita a la contemplación como muchos suelen sentir después de un rato de estar en el lugar. Es más bien un tiempo orgánico, más cercano que otros a alguna de las tantas definiciones que lo nombran en un diccionario, desde la primera y más sencilla “duración de los fenómenos” hasta la más profunda que proviene de la astrología que define
al tiempo verdadero como “el medido por el movimiento real de la Tierra”. En Tilcara, efectivamente, los fenómenos se toman su tiempo para desarrollarse, sin interrumpir a los que acontecen antes y sin ser apurados por los que vendrán, y el tiempo que mide su duración es el de la Tierra que se mueve junto con quienes la habitan y perciben, y conocen ese tiempo sin necesidad de andar consultando relojes propios o ajenos. Hay un momento para comer, un momento para caminar, un momento para tomar mate, otro para visitar amigos y otro para dormir, y el tilcareño no es persona de comer mientras camina hacia la casa del amigo a tomarse unos mates mientras piensa en el descanso de la noche.

La vida social del pueblo se desarrolla en la calle y tiene su centro en la plaza. Frente a la plaza se encuentra el museo arqueológico, y al lado del museo un bar llamado a la sazón Café del Museo. De día pizzas y cervezas, de tarde el café o el cognac, de noche es el “caedero” y lugar de reunión de personas muy particulares. Como los duendes, gran parte del tiempo no se ven o se confunden con los clientes en alguna mesa detrás de unas botellas.

Algunas noches, no todas, se llevan a cabo en el lugar verdaderos aquelarres donde entre música y relatos se comparten conocimientos de esos que mantienen viva hoy una tradición oral antiquísima. Hay allí un libro de actas donde consta que una noche de cuarto creciente extraños de lugares muy distintos del mundo fueron llegando espontáneamente al bar en busca de un trago. También llegaron (o ya habían llegado) viejos amigos que se reencontraban después de mucho tiempo. Rápidamente rodearon la barra formando un solo grupo. Uno de ellos, gran artesano de las telas, los barros y las uvas se encargaba de alegrar a la gente con un vino hecho por él. Otro cantaba coplas y chayas y deshilachaba la noche
con relatos de aparecidos y desaparecidos, con verdades ocultas de esas que caben en una mano o pueden llevarse pegadas en la frente. Aumentaba el vino y aumentaba el diálogo; el rosado traía historias de amores, chistes y alegrías; el tinto historias de la tierra, del arraigo, de la sangre aquietada, de alboradas deslumbrantes, del regreso y la libertad; el blanco del exilio, de las búsquedas, de la juventud y la vejez. Otro de ellos dominaba a los diablos
cantando zambas y ya se multiplicaban las lágrimas y los brindis. Nadie había que sosegara el vino: la mañana llegó apenas anunciada por los pájaros y la leve agitación de un pueblo quebradeño amanecido.

PUEBLOS DE PURMAMARCA Y TILCARA, PROVINCIA DE JUJUY, ARGENTINA.

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