Siempre he pensado que viajar alimenta el alma. La nutre y la hace crecer y florecer. Así, maduramos un poco más con cada viaje, con cada recuerdo, con cada aprendizaje y cada gesto que grabamos a fuego en nuestra memoria. Cada vez que nos abrimos a descubrir el mundo un poco más, todo lo intangible se graba en imágenes invisibles del fondo de la retina.

Canarias me había llamado siempre la atención. El lugar de la hora menos, del sol y el mar en equilibrio. Cuando sobrevolaba la isla antes de aterrizar en El Hierro, no podía dejar de contemplar su inmensidad de terreno agreste y los contrastes de sus colores naturales. La fuerza que emana de aquel suelo es indescriptible. Las islas son mágicas por un montón de matices y sobre todo por tener los cuatro elementos en estado puro, fluyendo con fuerza y armonía en su interior.

En mi viaje, yo me sentí totalmente conectada con la isla. Yo, como ella, soy Tierra, conectada con la madre naturaleza y con los pies fuertes y listos para vivir en este mundo. Yo, también soy Fuego, con la fuerza y el calor que me impulsa a superar los retos que la vida me pone en el camino; y soy Aire y vuelo lejos, libre como una mariposa, ágil y veloz. Pero también soy Agua (como toda la que rodea a la isla) y fluyo como ella, adaptándome y siendo flexible para poder aprender de cada experiencia de vida (aunque fuera de contenciones alcance la inmensidad).

El viaje despertó mis instintos naturales, que en el quehacer diario, el estrés y
las prisas, a veces pasan desapercibidos, como si estuvieran dormitando.

En El Hierro, yo me reconcilié con mi fuerza femenina. Acepté mi esencia más pura y auténtica. Supongo que la pureza y quietud del lugar hicieron su parte, pero también el viajar sola, lidiando con mis miedos e inseguridades y también descubriendo algunas fortalezas propias desconocidas para mí hasta este momento.

Aquí aprendí, que las islas tienen alma de mujer y que todas nosotras tenemos
también un poco alma de Isla.

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