Salí de casa sin rumbo fijo. No sabía a dónde me dirigirían mis pasos pero había decidido darle una oportunidad al Universo para que me mostrara aquello que quisiera mostrarme. Deseaba experimentar en primera persona ese “estoy donde debo estar” y para hacerlo tomé los semáforos en verde como señales hacia mi destino. Cuando el semáforo estaba en verde, cruzaba; si estaba en rojo, continuaba caminando aunque eso significara tener que dar dos vueltas a la manzana hasta que uno de los semáforos cambiara de color. No debía parar, sólo caminar.

Anduve a paso ligero, pendiente del movimiento de los semáforos para cruzar o doblar la esquina según me indicaran. Entonces me di cuenta de que estaba en un lugar en el que nunca antes había estado y a mi paso pequeños tesoros se iban revelando uno a uno.

Encontré una iglesia de ladrillo rojo insertada entre dos edificios altos, un poco más allá, un grafiti en la pared lanzaba un mensaje de esperanza, y en una calle paralela alguien tocaba el piano con las ventanas de su casa abiertas acompañando mi paso por aquel lugar. Eran pequeños regalos que me indicaban que iba por el buen camino aunque aún no supiera el destino final. Cuando realizas este ejercicio conectas con la energía del Universo y comienzas a escuchar a tu sexto sentido. Siguiendo las luces llegué a una calle que nunca antes había cruzado. Era una calle tranquila que desembocaba en una avenida amplia y ruidosa. Anduve por la acera de la derecha y a medio camino encontré una bicicleta con un cesto lleno de flores. La bicicleta marcaba la entrada a una especie de mercado en el interior de un patio cubierto por la inmensa sombra de un frondoso árbol. Como en un oasis en medio del desierto, entré, curioseé entre sus puestos y examiné algunos de los objetos que vendían y entonces lo vi. Parecía haber estado esperándome todo el tiempo allí escondido. Mi corazón lo reconoció al instante. Lo acogí sin preguntas, acepté lo que me ofrecía y llena de agradecimiento regresé a casa.

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