El motivo por el que aquella pareja discutía con tanta aspereza en mitad de la Piazza della Signoria era algo que a Giani se le escapaba por los bajos de las entendederas. Un vendaval acababa de irrumpir en la plaza, impidiendo que, desde el mostrador de calle de la heladería Vívoli, Giani lograse vislumbrar lo que decían. Mientras la atmósfera iba impregnándose a brochazos con el aire húmedo del Arno, Giani Vívoli observaba cómo el hombre, de mediana edad y aspecto rudo, ejecutaba toda clase de aspavientos con los brazos, como dirigiendo una versión del “Otoño” de Vivaldi a ritmo de Big Band. La mujer, más joven que él, de pelo rojizo y ensortijado, intentaba replicarle, pero el tipo no le daba tregua y, poseído quizás por el espíritu de un árbitro sobrepasado por los acontecimientos, comenzó a sacudir frente al rostro de la joven lo que Giani identificó como unas entradas para los Uffizi.

Entretanto, bajo el cielo grisáceo de Florencia, el viento se apoderaba de todo. Las ráfagas arremolinaban hojas secas sobre las cabezas de los turistas que, embutidos en sus abrigos parduzcos, simulaban luciérnagas hiperactivas inundando la plaza con sus flashes. Las voces de los guías competían con los silbidos del aire por captar la atención de sus grupos en medio de aquel pequeño caos. De repente, la virulencia del viento parecía haber activado el mecanismo que daba cuerda a los visitantes que, gradualmente, desalojaban la plaza con la docilidad de un esposo arrepentido.

Mientras despachaba dos helados medianos y tres piropos en sueco, y con los ojos amusgados por el vendaval, Giani observó cómo un tipo sobrado de peso tropezaba y caía al suelo a pocos metros de dónde la pareja continuaba discutiendo. Entre la marabunta de turistas que abandonaba la plaza, Giani logró distinguir cómo la mujer, con el pelo revuelto por el aire, intentaba zafarse de su pareja, que la sostenía por la manga del abrigo. Entretanto, el tipo grueso se incorporaba del suelo y comenzaba a correr detrás de una gorra de color rojo que, después de rodar por la plaza, inició un vuelo corto e impreciso que concluyó sobre el cetro de la estatua ecuestre de Cosme de Médici. Tras esperar unos instantes bajo el pedestal a que un nuevo golpe de viento hiciese caer la gorra, o a que un prodigio desbocase el caballo, el tipo gordo desistió y, con una mueca despectiva, se giro para incorporarse a la carrera a un grupo que se alejaba hacia la Santa Croce.

Abstraído en aquella escena, Giani no se percató de que la mujer pelirroja se abría camino entre los turistas y enfilaba el mostrador del Vívoli con el empuje de un delantero desmarcado. A su espalda, el hombre la seguía de cerca vociferando. La mujer tenía el pelo tan alborotado como los rasgos de su cara. Ahora Giani los oía con claridad. Ella argumentaba que dudaba mucho que chupar un Botticelli fuera comparable a un helado de chocolate y que, en aquel instante, tomarse uno era algo prioritario en su vida. El hombre resoplaba impotente. No comprendía cómo, en mitad de aquel vendaval, ella prefería deambular por la plaza en lugar de entrar al museo, como hacían todos. A lo que la mujer replicó que, después de siete días de circuito organizado, le invadía la repentina necesidad de recordar el sabor del criterio propio.

Cuando llegaron al mostrador, Giani los saludó a la italiana. La chica, procurando rescatar algo de amabilidad del bolsillo, pidió una coppetta de Nutella con pistacho. Luego, le hizo una señal al hombre que, con un visible gesto de desgana, sacó del interior de su abrigo una cartera de la que sobresalían las entradas de los Uffizi, para luego extraer un billete de diez euros que a punto estuvo de salir volando cuando fue a depositarlo sobre el mostrador. Después de servirles el helado, Giani les extendió el cambio y los despidió con un grazie, buon giorno.

Cuando ya se alejaban por aquella plaza revuelta por el vendaval, Giani advirtió que la mujer se había detenido a contemplar un grupo de estatuas, mientras sus labios sostenían una cucharilla de plástico con el deleite de las primeras veces. Solo fueron unos segundos, porque, enseguida, su acompañante la agarró del brazo y comenzó a tirar de ella visiblemente impaciente. Ella se resistía y, en el forcejeo, unas gotas de helado cayeron sobre el abrigo de la mujer que, de manera instintiva, reculó espetando un insulto. Giani dedujo que aquello acababa de invocar la faceta lasciva de Dante, porque una súbita ráfaga de viento circundó a la mujer, arremolinando de nuevo su pelo rojizo e inflando su abrigo de tal manera que parecía querer llevársela a contar atardeceres a un lugar más íntimo. La mujer, visiblemente contrariada, avanzó hacia su acompañante y, sin mediar palabra, le propinó una bofetada que agitó la soledad de la plaza con una detonación seca. La impresión debió aflojarle al hombre la mano con la que aún sostenía la cartera, porque de inmediato ésta cayó al suelo vomitando las entradas. Al instante, los dos salvoconductos para los Uffizi sobrevolaban el cielo florentino con la determinación de lo que está predestinado. La mujer pareció quedar inmovilizada por la estela que dejó su acompañante al salir persiguiendo las entradas. Aunque, enseguida, una nueva ráfaga de aire la rescató de su letargo y, con el gesto neutro de quien vive por equivocación, se llevó a la boca una nueva porción de helado, mientras su mirada escrutaba la plaza en busca, quizás, de una réplica de sí misma a la que aferrarse.

Y allí, sobre una explanada desierta, pertrechada con una cucharilla de plástico y una tarrina de helado, la mujer resistía las acometidas del vendaval con la naturalidad de los objetos fuera de plano. Era una imagen extraña, casi grotesca, pero que a Giani le hizo comprender que a los Vívoli ni siquiera un huracán podría arrebatarles su destreza para despachar helados.


PIAZZA DELLA SIGNORIA. FLORENCIA

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