Emprendiendo un nuevo viaje

Emprendiendo un nuevo viaje

RESACA, según la RAE: corriente marina debida al retroceso de las olas después que han llegado a la orilla; y malestar que padece al despertar quien ha bebido alcohol en exceso.

Como venía siendo costumbre aquel verano, Carla conseguía aunar ambas acepciones cuando se tumbaba en la arena con la única compañía de una toalla floreada y un horrible dolor de cabeza.

Aquella tarde se encontraba especialmente cansada, la jaqueca era más intensa de lo habitual y el persistente pitido en los oídos era insoportable, así que se concentró en el sonido de las olas, con la ilusión de que aquella música marina tuviese un efecto sedante en su cabeza; sin embargo, el ruido que hacían los bañistas era más potente que el mar, y después de hora y media, y con el mismo dolor en sus sienes, Carla decidió que ya estaba bien de sol; se sacudió la arena y se puso el vestido playero y las chanclas. No sólo no se sentía mejor, sino que se iba con un molesto escozor en los hombros por no haberse aplicado protección solar en la piel.

Cuando hubo llegado al paseo marítimo vio la oficina de turismo, y le vino a la mente aquel chico tan simpático que había conocido la noche anterior, Joan, el que se fue a casa temprano; y recordó que se habían citado justo en el sitio donde se encontraba en ese preciso instante para, según él, enseñarle un lugar especial.

De repente, Carla lo vio a lo lejos, mirándola con una sonrisa mientras caminaba hacia ella, entonces se ruborizó, aunque no se notó apenas porque sus mejillas ya estaban rojas por las quemaduras del sol.

-¡Hola! -exclamó Joan al verla-. ¿Llevas mucho esperándome?
-No, qué va, si acabo de llegar -contestó, sin reconocer que la casualidad había hecho que se
encontrase ahí, justo en ese momento, y que lo único que le apetecía era volver al apartamento a echarse un rato.
-Espérame un segundo, voy a la oficina de turismo -dijo Joan mientras se apresuraba a entrar en aquella oficina con forma de faro.
En el mismo momento en que salió de allí se aproximó un pequeño autobús.
-Mira, ya está aquí, vamos a subir.
-¿Qué?, ¿pero dónde me llevas? -preguntó Carla, intrigada.
-Vamos. Es una sorpresa.

Carla y Joan bajaron la escalera del paseo y, junto con un grupo de personas formado por jubilados y parejas con niños, subieron al autobús.

Una vez acomodados en los asientos, uno al lado del otro, se produjo un silencio incómodo, que Joan rompió al ver, de cerca, el tono de piel de Carla.

-¡Madre mía! -exclamó-. ¿Es que nadie te ha hablado de los riesgos de tomar el sol en exceso?
-Sí, algo he oído -respondió en tono irónico-. Si quisiera pasarme el verano escuchando sermones de ese tipo me iría de vacaciones con mis padres.
-Bueno, bueno, perdona, chica.
-Tranquilo, es que me duele la cabeza, ¿sabes?
-Mira, ya estamos -dijo Joan mientras levantaba la cabeza.

El autobús se detuvo en una explanada, muy bien aprovechada por dos hermanitos que jugaban al pollito inglés con sus padres. Pese a su dolor de cabeza, a Carla no le molestó escuchar las risas de los pequeños. La mayor estaba de espaldas, golpeando una pared rítmicamente con las manos abiertas. Carla levantó la vista. Aquella pared formaba parte de un edificio con torres en las esquinas.

Inmediatamente, un hombre joven se les acercó. Era el guía del grupo, el cual les explicó que se encontraban frente a la «Alqueria del Duc”, un edificio fortificado construido en el siglo XIV que fue residencia de verano de los Duques Reales.

Por lo visto, en la actualidad se había convertido en un centro de formación dirigido al sector turístico.

-Vaya, llevo ya una semana aquí y no tenía ni idea de este lugar -dijo Laura, impresionada.
-¿Qué te creías?, ¿que sólo existía la playa y la vida nocturna en esta ciudad? -contestó Joan.

Carla sonrió ligeramente avergonzada, al mismo tiempo que Miquel, el guía, invitaba al grupo a seguir el itinerario del «Ullal Gran”, un afloramiento de agua dulce. Así que, junto con el resto de excursionistas, Carla se dispuso a recorrer aquella senda de madera donde se podían observar distintos árboles de la zona, como el almez.

En unos minutos llegaron a un estanque, y todos se detuvieron delante de aquel paisaje habitado por cañaveras y patos, y florecillas que salpicaban de morado aquel verde esmeralda. De repente, un niño exclamó: “-¡tortugas!”, y todos fijaron la vista en el agua, emocionados.

Sin embargo, Miquel se apresuró a deshacer la magia del momento explicando que se trataba de tortugas americanas. Las tortuguitas se estaban apoderando de aquel hábitat, de manera que las autóctonas, las mediterráneas, estaban desapareciendo.

“Aquellos galápagos de orejas rojas se habían acomodado a aquel lugar como las sombrillas, y los patines, y los flotadores gigantes, que inundaban la playa desde la mañana al atardecer, conformando un paisaje típicamente veraniego como si toda la vida hubiesen estado ahí, temporada alta tras temporada alta”, pensó Carla.

Joan la miraba en silencio, preguntándose por qué estaba tan ensimismada.

-¿Cómo va ese dolor de cabeza? -le preguntó.
-¡Vaya! Ya no me acordaba de él. Quizás este lugar tenga algo de magia -contestó Carla.
-Todavía quedan lugares bonitos que visitar. ¿Qué te gustaría ver mañana?
-Sorpréndeme -contestó Carla mirando a Joan fijamente, mientras se percataba de que el color de sus ojos era idéntico al del estanque.

A la mañana siguiente, para sorpresa de Carla, Joan se presentó en su apartamento con un regalo. Estaba dentro de una bolsa con el nombre de una conocida perfumería, así que Carla pensó que sería colonia. Cuando abrió el paquete y vio que se trataba de protección solar del cincuenta, se echó a reír, y después de una breve pausa, se dio cuenta de que tenía ganas de besarlo, pero eso no ocurriría hasta un par de horas después, en el mismísimo palacio de los duques de Borja.

GANDIA (PAÍS VALENCIÀ)

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