Veranos de la niñez cuando mi madre, mi abuela, mi hermana y yo íbamos hacia el lugar de costa donde papá hacía coincidir sus días de descanso para reunirnos con él hasta que por fin ya le destinaron a la ciudad y todos los agostos, muy temprano de madrugada, cuando los barrenderos regaban las calles con sus mangueras para limpiarlas y refrescarlas y los semáforos destelleaban intermitentes sus luces ámbar, salíamos en ese coche que tantos kilómetros hacía por trabajo para evitar el inclemente sol ardiente de la meseta castellana camino hacia el Cantábrico.

Estrechas carreteras llenas de baches y flanqueadas por frondosos árboles con una franja blanca pintada en el extenso tronco que reflectaba con las luces que emitía los faros delanteros del vehículo en el incipiente amanecer al paso de la sierra del Guadarrama. Interminables rectas en el océano amarillo de Castilla, de quietud y abandono secular. Pequeños villorrios que a su entrada indicaba una flecha que dirigía al viajero hacia el centro urbano cuando en su nimiedad, coronada por una iglesia de techumbre derruida, toda la superficie de él era borde que provocaba mi risa de niño de la capital acostumbrado a mayúsculas extensiones.
Parada a comer en restaurantes de gasolineras colonizados de camiones porque ya se sabe que donde paran los camioneros siempre se come bien, según la eterna cantinela de mi padre. Ensaladilla rusa y calamares, fritos o en su tinta, con la esperanza de una bola de helado de chocolate de postre como premio final.
Vuelta a la carretera sabiendo que en muy poco tiempo papá decidirá parar para pasar la noche en cualquier pueblo frustrando mi zozobra en el anhelo de llegar al mar.
Una nueva mañana y, después de desayunar leche con cacao y tostadas con mantequilla, sin mermelada que no me gusta, de nuevo en la carretera camino de la playa. Cambio radical del paisaje que, como algo milagroso, pasa del árido y luminoso dorado desnudo al exuberante verde esmeralda en las empinadas rampas del Piedrafita lleno ya de serpenteantes curvas, abandonadas las interminables rectas, donde el coche renqueante tan cargado como va de bultos en la baca del techo.
– ¿Falta mucho, mamá?
– Mucho menos ya.
Matraca que en mi impaciencia se repite cada muy pocos minutos. Aburrimiento desmesurado tras tantas horas metido en ese cubículo tan pequeño e incómodo.
– Me aburro, papi.
Clic, y de pronto el aire se llena de fiesta donde los chicos y chicas van cogidos del brazo con aire de marcha y radiantes de felicidad para dar paso a Cupido volando por el cielo azul y disparando sus flechas del amor.
Otra vez parada a comer, por supuesto en un restaurante lleno de camioneros. Más ensaladilla rusa y, ahora, un filete que si no termino no tendrá el premio de la helada bola de chocolate.
De nuevo en viaje con la promesa de que ya no queda nada para llegar.
– Túmbate un rato a dormir y cuando despiertes verás como estamos llegando.
Siesta en el coche que dura poco por mis nervios y los botes del coche que sufre en los baches.
– Papi, quiero hacer pis.
– Mamá, tengo hambre.
Sierra de los Ancares. Primer pueblo de la provincia de Lugo. Enorme bocadillo de queso que hay que comer dentro del 600 porque hay que llegar antes de la noche.
Y por fin, en el horizonte, una franja grisácea donde se reflejan los últimos rayos de sol del día. ¡Qué poco queda ya! Pasaremos el puente de La Espiñeira que atraviesa la ría del Masma y en cinco kilómetros inacabables con los nervios de punta habremos llegado. Un mes entero de diversión, mar y playa espera.
Eternos viajes en esa España gris de 1968, cuando llegar desde Madrid a la costa norte de Galicia te costaba la friolera de casi dos días.

VALLADOLID – ESPAÑA

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