La bandeja se desliza por las guías metálicas, la hago avanzar con pequeños toques mientras coloco cubiertos, vaso, servilleta, el pan. Avanzo y miro los primeros platos que se exponen: menestra, cogollos, sin prestar atención a la mujer que nombra en voz alta los segundos.

Hasta el tercer día no me fijo en ella, cuando se dirige a mí, me mira de frente y dice: se le ha olvidado el pan. Miro la cola a mi espalda, intento una sonrisa que significa: vaya, y continúo hacia mi mesa.

De repente aparece a mi lado con dos panecillos de maíz. Es una mujer recia, áspera se podría decir, pero por algún motivo, quizá porque voy con camiseta de manga larga en pleno mes de julio, quizá por la forma de mirarnos, detenida, o porque tenemos la misma edad, unos sesenta, me ha tomado bajo su protección. Gracias, le digo, no sé comer sin pan.

No sé su nombre. Los días sucesivos, cuando me da a elegir entre filete o sardinas, una pequeña modulación de su voz me indica lo más conveniente.

El último día, a las ocho en punto de la mañana, la veo repartiendo huevos revueltos y salchichas. Ya me voy, digo al pasar por su lado con mi pan listo para la tostadora, gracias por todo. Me siento con mi bandeja y extiendo la mantequilla en la tostada. Fuera se asoma el jardín.

Me levanto para dejar la bandeja y ella aparece de repente con una bolsa de papel en la mano. Buen viaje. La bolsa contiene dos bocadillos y una manzana. Para el camino. Es una señora tranquila que apenas sonríe. Me voy sin saber su nombre, me llevo una mirada de alguien que comprende, que lee los gestos y los movimientos, que conoce la importancia del pan cuando estás fuera de casa.

Ya estoy instalada en mi asiento del tren, la maleta en su sitio, la mochila a mi lado. Bajo la mesita y coloco en ella mi regalo. Desenvuelvo el primer bocadillo, salta un aroma a pan de maíz, a playa, a sol, a toallas calientes. Fuera se mueven los árboles.

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