La cicatriz de Emilia

La cicatriz de Emilia

EvaChal

14/03/2021

Fabián empuñó el bolígrafo con determinación.

Estimado señor Rudenstein:

Este descargo nace de mi más sincera consternación. Le escribo para notificarle lo que usted ya debe saber: ayer por la mañana la chicharra roja me prohibió el ingreso a la fábrica. El visor del cartel mi dilapidó con un categórico «Suspendido durante un mes». ¡El código, que durante nueve intachables años había conservado indemne, fue rechazado! Nueve años de asistencia perfecta, señor Rudenstein, nueve años de compromiso con la fábrica y sobre todo con usted.

Curiosamente, ayer leía un artículo en el Times. Explicaba que, frente al aumento de la felicidad, el 0,1% de la población sufre de una incipiente falta de puntualidad al trabajo. Quizá fue ese el motivo de mi falta. Quizá haya ingresado yo a esa elite, y eso que el Times llama felicidad, yo lo llame Emilia.

Tal vez usted, hombre empático y de corazón noble, comprenda si me explico mejor.

A Emilia la conocí en un vagón de subte. Sentados frente a frente, ella me clavó los ojos. No sabe Señor Rudenstein, no sabe lo sensual que se veía aquel pálido rostro ―demasiado pálido diría yo―. Pero lo que más me atrajo fue la pronunciadísima cicatriz, que le atravesaba la cara desde la barbilla hasta su oreja izquierda. Nunca había visto yo una cicatriz tan extensa. Como trazada por un pincel punta fina para uñas, hacía del cachete dos concupiscentes piezas de rompecabezas resuelto. Fíjese en mi torpeza de hombre, que le dije:

―¡Qué linda cara!

¿Sabe qué me respondió?

¡Nada, señor Rudenstein! Directamente se acercó a mí y empezó a refregar su cicatriz contra mi hombro. Se lo juro, como si fuera una gata en celo. Esas cosas son más de la imaginación que de la realidad. ¡Si tan sólo me hubiera visto, señor! Yo, que ni a usted me ha animado a pedirle un aumento en nueve años, en dos minutos conquisté a un ángel siamés y subterráneo. Aunque en verdad, sé ―y ahora también usted lo sabe― que fue ella quien me conquistó a mí.

Esa misma noche ―anteayer, para ser más exacto― recorrí, una y otra vez, su hilvanada herida. Lo hice con mis codos, con mis mejillas, con mis párpados, y claro: con mi boca. Y por primera vez supe que el beso como tal no se define por el uso de los labios, sino por el uso de aquello que nos hace diferentes.

¿Sabía, usted, que las “imperfecciones” pueden funcionar como fuerzas gravitatorias? Como el sol, que es mucho más imperfecto de lo que se cree. Si Emilia es el sol, la cicatriz es su núcleo.

Y así ocurrió ayer por la mañana cuando los filamentos del otro sol se filtraban por entre las cortinas del cuarto. La emilianesca gravedad me arrebató.

Ahora mismo ella duerme. Y como sol celta sus rayos me absorben… No puedo contenerme… La gravedad le gana a todo…

Fabián hizo un bollo y agarró otra hoja.

Señor Rudenstein:

Renuncio. 

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