Cuidaré de ti

Cuidaré de ti

Cris Vázquez

12/04/2021

Cuando la primera claridad del alba se colaba por los resquicios de la ventana de la habitación, Ramsés
se desperezaba estirándose lentamente, para dirigirse después con paso decidido hacia la cama donde dormía su amigo Zacarías. De un salto certero, se colocaba sobre el hombre y comenzaba su rutina de ronroneos, cabezazos y maulliditos, que iban en aumento hasta que Zacarías se levantaba refunfuñando. Era este su proceder habitual desde hacía muchos años, cuando aquel gato gris, peludo y desgreñado llegó para convertirse en su mejor amigo y compañía. El octogenario Zacarías vivía en la planta baja de un antiguo edificio, donde había pasado prácticamente toda su vida ejerciendo como portero. Solía estar siempre disponible para lo que pudieran necesitar los vecinos y los saludaba con amabilidad cuando pasaban por allí, pero murmuraba por lo bajo en cuanto desaparecían de vista: “Ramsés, ¿has visto las pintas que lleva hoy la del quinto?”; “Ese niño malcriado necesita una buena tunda”. Así eran sus pensamientos habituales, aunque por fuera luciera sonrisas parcialmente desdentadas que florecían en el mar de arrugas de su rostro. El gato solía aposentarse con cierta altivez en el mostrador de la portería, bastante ajeno a las palabras amables e intentos de caricias de algunos de los inquilinos.

Pero cuando cada día salía la vecina del cuarto, Dorotea, a hacer sus compras, a Zacarías le chispeaban los ojos y sonreía sin reparos. Le abría presuroso la puerta del ascensor y la acompañaba como un galán, ayudándola a bajar el pequeño escalón de la portería que daba a la calle. “No hay que perder nunca las formas”, le decía siempre. “Está usted espléndida, señora Dorotea… Vaya con cuidado, que las caídas a nuestras edades son fatales. Fíjese usted lo que le pasó a don Aurelio, que ya no volvió a caminar más y se lo llevaron a una residencia”. Dorotea se atusaba los blancos cabellos y se recolocaba coqueta el abriguito o el pequeño bolsito que solía llevar, mientras una sonrisita iluminaba su rostro, quizás excesivamente maquillado. Ramsés observaba la rutina diaria desde su pedestal sumido en lo que parecían profundas cavilaciones, y algo molesto por la estela de perfume barato que la mujer dejaba siempre tras de sí.

Otra de las debilidades que tenía Zacarías era sin duda un viejo volumen ilustrado sobre la civilización egipcia, que llegó a sus manos muchos años atrás. Como lo que le sobraban eran horas, se aficionó a deleitarse con aquellas imágenes y aquellas historias que le fascinaron, convirtiéndose así el libro en su gran tesoro. Cada día lo colocaba sobre la mesa a la hora del té, y pasaba sus páginas con absoluta reverencia y admiración. De aquel libro precisamente sacó el nombre de Ramsés, con el que rebautizó a su gato, hasta ese momento llamado Tortellini en memoria del gusto de su difunta y querida madre por la pasta italiana. Solía explicar a sus vecinos a la menor oportunidad historias sobre dioses o faraones que extraía del libro. Con el paso de los años, Zacarías comenzó a desarrollar una inventiva fenomenal para compensar su progresiva falta de memoria, de manera que las historias que explicaba iban también evolucionando de forma sorprendente.

Dorotea también disfrutaba escuchando los relatos de Zacarías, y tomó la costumbre de invitarle a tomar el té en su casa. Zacarías aceptaba gustosamente, con cierto cosquilleo en el estómago se presentaba siempre puntual y repeinado en la puerta de Dorotea, que le recibía con una sonrisa y un suave olorcito a rollitos de canela. La historia preferida y que le repetía más a menudo el portero era la de la reina Cleopatra. Según Zacarías, Cleopatra vivió muchos años en la pirámide más alta del desierto o pirámide principal, como le gustaba a él denominarla, de altura máxima superior al edificio de cinco pisos que habitaban. Su interior estaba lleno de pasadizos secretos, cámaras ocultas y estancias reales, donde la reina vivía rodeada de oro y atendida por esclavas de deslumbrante belleza. La imponente esfinge vigilaba a las puertas de la pirámide ante posibles amenazas, y sus ojos en realidad eran cañones de largo alcance que los soldados egipcios no dudaban en utilizar si era preciso. Cuando llegaba a esta parte del relato, Dorotea levantaba una ceja en señal de duda inquisidora, pero sus recelos disminuían cuando recordaba el manoseado libro que el hombre tenía siempre sobre su mesita. Si el libro lo decía, debía ser cierto. A decir verdad, ella nunca había leído un libro, y se dejaba impresionar por los conocimientos que su amigo supuestamente extraía de aquel ya envejecido volumen.

Así pasaban muchas tardes, disfrutando de su mutua compañía. Dorotea sentía que su amigo se iba convirtiendo poco a poco en el brillo de la ilusión de sus cansados ojos. Pero con el paso del tiempo, comenzó también a sentirse apenada y preocupada al ver cómo Zacarías iba perdiendo parte de su vitalidad, de su conexión con su realidad, y cómo cada vez estaba más próximo a sus mundos de ficción que a los del día a día de su portería.

Hasta que un frío día de otoño, Zacarías no se presentó a su cita con Dorotea. Era un hecho ciertamente inusual, y la mujer comenzó a preocuparse mientras pasaban los minutos. “Habrá tenido un imprevisto, tonta, ya vendrá”, se decía. Pero pasó un buen rato y el portero no aparecía. Dorotea sin pensarlo más salió de su casa y tomó el ascensor dirigiendo sus cansadas y lentas piernas a la portería. Tocó al timbre y esperó con cierto nerviosismo. Insistió varias veces, hasta que, ya muy preocupada y a punto de irse, por fin Zacarías abrió la puerta. Su rostro estaba demacrado, se notaba que había estado llorando.

­─Pase, Dorotea, pase usted. ─Su voz sonó trémula y débil.

─Zacarías, dígame… ─Dorotea entró en la estancia y cerró presurosa la puerta tras de sí─. ¿Qué le ocurre, no se encuentra usted bien?

─Mi amigo Ramsés, mi querido amigo… Se ha ido, Dorotea, se ha ido… ─Zacarías no pudo evitar un sollozo que desgarró su voz.

─¡Anda ya, el pillastre, seguro ha salido a buscar novia! Volverá en cuanto tenga hambre, ¡no sufra, hombre!

─No, calle, calle, que no me entiende, que se ha muerto, Dorotea, Ramsés está tieso como un melón. Difunto, muerto, ¡caput!

─Tranquilícese, que prepararé algo calentito que nos vendrá bien ─dijo ella tras unos segundos de asimilar la noticia─. No llore, hombre, siéntese tranquilo, yo me ocupo de todo.

El portero se sentó a la mesa cabizbajo, entre irremediables y tristes sollozos. Dorotea preparó las bebidas calientes y se sentó junto a él.

─¿Dónde lo tiene, Zacarías? ¿Quiere que lo enterremos en una maceta? ─Tal y como lo dijo, la anciana pensó que quizás no era una idea demasiado buena, pero fue lo primero que se le ocurrió.

─Dorotea, ya me he ocupado de eso. ─Se levantó no sin cierta dificultad y tendió su mano a su amiga─. Venga, se lo enseñaré.

Sin soltarse un instante de las manos, Zacarías acompañó a Dorotea a su pequeña habitación. Sobre la cama sobresalía un bulto cubierto con una mantita de cuadros que solía usar para calentar sus piernas en las frías tardes de invierno.

Cuando Dorotea deslizó la manta a un lado, no pudo menos que exclamar:

─¡Virgen santa, Zacarías!, pero ¿¡qué ha hecho usted!?

Zacarías le explicó todo el proceso que había llevado a cabo. La noche anterior, a la hora de irse a dormir, fue a buscar a Ramsés a su lugar predilecto en el mostrador de la portería. Lo tocó pensando que estaba como siempre en su postura preferida, tumbado con la cabeza en alto observando el devenir como una esfinge, pero su cuerpo se mostró pétreo y frío en lugar de con la calidez ronroneante a la que estaba acostumbrado. Debía de llevar allí muerto varias horas ya. Entre lágrimas cogió el cadáver de su amigo y lo llevó hasta la mesita del café. Conmocionado, estuvo sentado frente a él durante mucho rato, hasta que cogió su libro y lo abrió dirigiéndose directamente al capítulo donde hablaba del proceso de momificación de los difuntos. Tras observar con atención las fotografías, tomó una decisión, se levantó y se dirigió presuroso al armarito botiquín de su lavabo, donde entre decenas de botes y cajas de pastillas encontró lo que buscaba: vendas elásticas para las piernas. Solía usar esas vendas cuando las varices le molestaban mucho y el dolor le dificultaba el caminar. Ahora tendrían una finalidad mejor. Con sus manos entorpecidas aún más por el disgusto que tenía encima, Zacarías se dispuso a vendar a Ramsés comenzando por la cola. Le llevó un buen rato, cuando finalizó se separó de la mesa y observó a cierta distancia su obra. Cogió una tijera y seccionó la venda a la altura de los ojos de Ramsés, haciendo unos agujeritos para que pudiera ver, y otro en la nariz, dejándola sobresalir por fuera de los vendajes. La imagen que ofrecía el pobre gato difunto era ciertamente perturbadora, pero Zacarías se sintió satisfecho por el momento. Observó detenidamente a su amigo, hasta que al final decidió que la venda no era suficiente y cogió un rollo de papel de plástico fino para envolver bocadillos. Con ese plástico envolvió también al gato por entero, pensando que así se mantendría mejor. Y para que no hubiera problemas de olores, pensó, acabó la obra envolviendo al animal en una tercera capa de papel de aluminio, proceso con el que se entretuvo un largo rato, intentando dejarlo lo más estiradito que podía. El gato esfinge quedó así vestido con una armadura plateada que brillaba al reflejar la triste luz de la vieja lámpara de mesa, que rompía la oscuridad de la habitación.

Ahora, mientras se lo explicaba con todo detalle a Dorotea, tenía la sensación de que había omitido algunos pasos en la momificación, y se sentía confuso sobre lo que había hecho durante la noche. Dorotea, a medida que Zacarías avanzaba en su historia, pasó de estar sorprendida y casi horrorizada a conmoverse profundamente. Tomó las manos temblorosas de su amigo entre las suyas.

─No se preocupe, ha hecho usted bien. Guardemos al pobre Ramsés en una caja, si tiene, y vayamos a tomar el té calentito, ¿le parece?

Zacarías suspiró aliviado. Con cierta dificultad, sacó una caja de plástico de almacenaje de debajo de la cama, vació su contenido de recortes viejos de periódico y colocó allí a Ramsés envolviéndolo en la mantita. Cerró la caja a conciencia y la volvió bajo la cama. Ahora se sentía mejor.

Se sentaron a tomar el té en el saloncito. Ella permanecía en silencio, sorbiendo a poquito el contenido de la taza que tenía entre las manos. Pensaba en que a partir de ahora pasaría mucho más tiempo en la portería y cuidaría de Zacarías. Y esa idea le despertó un sentimiento parecido a la felicidad, a pesar de la certeza de los tiempos duros que vendrían.

Zacarías la observaba detenidamente. Le pesaban los ojos, se sentía muy cansado. Pero su Cleopatra estaba allí con él y eso le hizo sentir que todo iría bien. No podía ser de otra manera, sin duda, era un hombre afortunado.

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