Tumbada en la cama, Julia espera a que amanezca. Una colcha la protege del frío.

    Ayer no tomó la pastilla de dormir y hoy ha tenido tiempo de sobra para recoger todo, lavarse -no ha querido hacer ruido con la ducha- y vestirse de calle. Por supuesto, nada del otro mundo. No tiene mucho donde escoger. El pelo sí se lo ha arreglado bien. Con cierta coquetería. ¡Hace tanto que no sale!

    A su lado tiene la chaqueta negra de lana, una bata de enfermera, el bolso antiguo y el monedero. El bolso es viejo, pero muy útil. Cabe de todo.

    Mira el reloj y se incorpora. Se pone la chaqueta, la bata y coge el bolso. En el monedero guarda la cartilla del banco, el D.N.I., las llaves de casa y el poco dinero que tiene, casi todo en monedas. Las que gana a los viejos jugando a las cartas. Le encanta el Julepe. Todos dicen que hace trampas, pero ella jura que no. El móvil -un Nokia antiguo- lo lleva en el bolsillo. 

    Oye ruidos. Carros de medicinas, carros con desayunos, carros de la limpieza, voces, tacones, cisternas que se vacían… Y todo el personal que se moviliza: enfermeras, limpiadoras, celadores, personal de cocina…

    ¡Ah! Y el médico. Antes venía de vez en cuando, pero ahora no sale de aquí. Piensan que así moriremos menos.

    Ha llegado el momento, pero antes pasa al baño y mea. Es una costumbre de Julia. Siempre hay que salir meada de casa. Luego se mira en el espejo. A ver quién se va a fijar en mi. Con la bata y la mascarilla hasta los ojos, ya me dirás tú.

    Si. Julia habla sola. Es otra de sus costumbres. No me fío de nadie, dice, y solo tengo confianza conmigo.

    Tendré cuidado por si acaso. Porque nerviosa no estoy, a mi edad -acaba de cumplir ochenta y cinco- nada me pone nerviosa, pero no quiero que me vean. Se irían de la lengua y tendría que dar explicaciones. Hay mucha «lleva y trae» por aquí. Si lo sabré yo.

    Pero ya no aguanta más. Cuanto antes se vaya: mejor. Hace tiempo que lo tenía planeado. Se siente ahogada. Necesita salir, que la de el aire, ver la calle… ¡Coño! Que esto no hay quién lo aguante, que ya hace casi un año que estamos así. Con el puto virus, la vida aquí es insoportable. Que si no te acerques, no toques, lávate las manos, no tosas, no estornudes… ¿Y cómo coño no voy a estornudar, si no puedo evitarlo?

    Y de los muertos mejor no hablar. Entre viejos y viejas, cuidadores, personal de limpieza, de cocina… demasiados muertos. Muchos. ¡Joder! Si antes faltaban sillas y ahora sobran hasta los sillones. ¿Y las vacunas? Que si mañana, que si pasado, que si faltan dosis… Pues que las traigan, coño. ¿A qué esperan?

    Y luego otra cosa, la gota que colma el vaso: ayer fue mi cumpleaños. ¿Y me ha felicitado alguien? Ni Cristo, que Dios me perdone. ¿Qué les costaba a los míos hacer una llamada? Abuela felicidades.  ¿Cómo estás, mamá? Cualquier cosa. No creo que sea mucho pedir. Vamos, digo yo. Pues eso.

    ¿Qué pasa, que tengo que ir yo a verlos? Pues se van a enterar cuando los tenga delante.

    Julia, deja de hablar sola que tienes que irte. ¿A qué esperas?

    Procura tapar el bolso con la bata, pero es imposible. Se pone la mascarilla y abre la puerta. Da dos pasos y ¡zasca! Ha tropezado con una silla de ruedas. Me cago en… No es una silla. es una fila de diez o doce. Quién cojones las habrá dejado aquí. Se toca la rodilla y se frota. No es nada.

    En la planta baja andan los de la limpieza sacando la basura. Julia agarra un contenedor -vacío, por supuesto- y lo arrastra hasta el jardín.  Como nadie se fija en ella lo abandona en un rincón y sale a la calle.

    Ya está. Así de sencillo. Nadie se ha enterado. Y luego dicen… Se quita la bata y la mete en el bolso. A lo mejor no vuelvo, pero quién sabe.

    En un muro hay un cartel grande con una flecha: Residencia El Nido. Julia camina hacía el metro. A pesar del tiempo, enseguida reconoce el olor. Para muchos es un olor dulzón, pegajoso, y  desagradable, pero para Julia es el olor de su infancia, de cuando su padre la llevaba al Rastro, cogida de la mano. Allí la compraba chocolatinas, cuentos y tebeos, y luego, junto a Cascorro la invitaba a una Fanta. Fueron las mejores mañanas de su vida. Por eso le gusta el metro. 

    Además, se dice, aquí no hay viejos dando vueltas con sus andadores, ni viejas murmurando como beatas. 

    En el metro cada uno va a lo suyo, como debe ser. Con cada tren se bajan unos y suben otros. Sin complicaciones. Y así, todo el día.

    En Cuatro Caminos coge el autobús. El 66 llega hasta Fuencarral. Sube por Bravo Murillo, llena de tiendas: de muebles, de ropa, electrodomésticos, tiendas de «chinos», clínicas dentales, casas de apuestas… Y la Plaza de Castilla. En el bar de Gago quedaba los domingos con las amigas cuando era joven. Bocadillos de calamares y unos botellines… Y si algún chico las invitaban: más botellines. Y risas. ¡Como ha pasado el tiempo!

    Se baja en la parada cercana a su casa. El barrio está igual que siempre, pero no parece el mismo. le falta vida. 

    Las vecinas que van a la compra, los gritos de los niños, los que sacan al perro, los jubilados tomando el sol, los que buscan chatarra… ¿dónde están?

    Están confinados, Julia. Confinados como en la residencia, todo el mundo está confinado y con las mismas normas: no toquéis, no salgáis, no os juntéis, no habléis…Una pena. ¿Y hasta cuándo va a durar todo esto?

    Apenas han pasado unos minutos y Julia ya está impaciente. Saca el móvil y marca un número. ¡Qué alegría se van a llevar! Igual no me dejan volver. Estarás mejor con nosotros, mamá. Un tono, otro tono, otro… no lo cogen. Vuelve a llamar y lo mismo.

    Guarda el móvil y saca las llaves. Los veré en casa.

    Las varices le duelen subiendo la calle. ¡Qué vieja estoy! Le cuesta llagar a su casa. La cerradura del portal ha desaparecido. Sube al segundo piso. Su puerta es la del fondo y la luz del pasillo sigue fundida.

    Antes de abrir llama con los nudillos. Nada.

    A Julia no le gusta tanto silencio al entrar. Ni su hija Manoli, ni sus nietos Carmen e Ismael salen a recibirla. No hay nadie y todo está muy oscuro. Pero no hay que alarmarse. Habrán salido a trabajar y no han subido las persianas. Con las prisas ya se sabe… 

    Enciende la luz del pasillo y se asoma a la cocina. El tufo la echa para atrás. En la mesa, los restos de una comida o cena, vete a saber. El fregadero lleno de cacharros. Sucios. Sobre la encimera botellas y latas de cerveza vacías. Restos de pan. Un trozo de pizza seca y retorcida.

    ¡Que asco, por Dios! Todo cerrado. Julia abre la ventana y sube la persiana. Qué se ventile esto, joder.

    El dormitorio grande mejor no verlo. En el de su nieta, la cama sin hacer, bragas por el suelo, un sujetador colgado de una silla. Sobre la mesilla, una caja de condones abierta. Follar, solo piensan en eso.

    La habitación del nieto es otra cosa. La cama bien hecha, todo limpio y colocado, ni una mota de polvo. Todo impecable. Más que la habitación de un joven, parece la de una niña. Si no fuera por las fotos de la pared. Hombres desnudos con esas posturas… Mejor no mirar.

    Pasa de largo junto al baño. No quiere verlo. La virgen del calendario esta torcida, la pondría bien, pero esta muy alta y no alcanza. ¡Qué se aguante!

    Y le entran las prisas. Me voy. Sale al descansillo y cierra la puerta. Ten cuidado con la escalera, Julia, no vaya ser que te caigas.

    Llega abajo ilesa. Nadie la ha visto subir y nadie la ha visto bajar. Como un fantasma. No ha soltado el bolso ni se ha quitado la mascarilla. Es como si no hubiese venido. ¿Y para esto, tanto? se pregunta.

    Echa a andar calle abajo. Tiene ganas de mear ¿pero dónde? 

    El bar de la plaza está abierto. La camarera se llama Feli y es muy cotilla. Muy cotilla, pero Julia necesita mear.

    -Mujer, qué ganas traías, dice cuando Julia sale del baño. ¿Te pongo algo?

    -Un café y un bollo, dice Julia, esperando, por que Feli además de cotilla es muy habladora y sabe todo de todos.

    -Si has dejado la residencia para ver a los tuyos, empieza la camarera, pierdes el tiempo. Tu hija hace tiempo que no anda por aquí. A mi, ya lo sabes tú, no me importa la vida de nadie, pero no me gusta el novio que se ha buscado. Demasiado… como diría yo: mayor. Si eso, muy mayor, pero claro, que tu hija ya no es una niña. Él es ambulante. De los mercadillos. Como no la tenga muy gorda, yo no se que habrá visto tu hija en él.

    Feli está en su papel y disfruta. Con sus ojillos de rata observa el efecto de sus palabras.

    Julia escucha paciente y moja el bollo en el café.

    A tu nieta si la veo más. Se acuesta con uno que la ha puesto de reponedora en el Carrefour. Un hombre muy majo… ¡Qué pena que esté casado! Pero bueno, vete tu a saber… Julia no dice nada. No hace falta.

    Y de tu nieto qué te voy a contar. Sigue con ese peluquero. ¿Qué quieres que te diga? Son tal para cual. ¡Qué lástima lo de tu nieto… con lo guapo que es!

    Julia se traga toda la historia sin rechistar. Le gustaría hacerse invisible. Desaparecer. Y de pronto se produce el milagro: Han entrado dos hombres trajeados y con cartera. Parecen del Catastro y Feli se olvida de ella. Menos mal

    Julia sale a la calle y respira hondo. Está aturdida. Lo de Feli a sido demasiado. Es chismosa y mala persona. Es un bicho, pero lo peor es que casi todo lo que cuenta, si no todo, es verdad. La triste verdad. 

    ¿Y yo qué pinto aquí? se pregunta. 

    Nada, Julia. Tu aquí ya no pintas nada. Piensa en ello. Aquí solo eres una extraña. A ti solo te queda la residencia, que no será el paraíso, pero es tu hogar. Es tu nido, Julia. Tu nido.

    Cuando llega el autobús, Julia ya está en la parada. ¡Qué bien! hay pocos viajeros y puede escoger sitio. Sin soltar en bolso pega su cara a la ventanilla y mira todo lo que va quedando atrás. Sin dolor, sin pena. Ya nada de aquello le pertenece, ya no es su mundo: Ahora sabe cual es su mundo y su destino y su familia tendrá que buscar el suyo. Serán mundos diferentes, pero siempre ha sido así.

    Que buenas son las residencias, piensa Julia, para las familias: hijos, yernos. nueras… En un plis plas se deshacen del abuelo o la abuela… Al principio alguna visita, luego, solo llamadas, las justas. Y en poco tiempo… Viva la pepa. Piso, pensión, herencia… Todo cambiará de manos.

    En Cuatro Caminos se siente mejor. Baja al metro más ligera. Tiene ganas de llegar. Cuenta las estaciones. Llega a Vallecas y se pone la bata. Sale a la calle y mira feliz el edificio de enfrente. Es su hogar. Su nido.

Jesús Oliveira Díaz

   

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