Nadar y guardar la ropa

Nadar y guardar la ropa

Camino de Lobo

10/04/2021

Ariana me deja en casa después de las dos, borracha y mareada. No pego ojo. La forma de mirar a esa chica en el restaurante, las sonrisas que espié, la conversación con las cabezas inclinadas y las espaldas curvadas que sugerían otras intenciones, no me abandonan. Estrello el despertador contra la pared en cuanto suena y dejo una marca de media luna justo al lado de la que ya existía. Me estoy perfeccionando. Con las piernas fuera de la cama, fumo el primer cigarrillo mientras me estudio las uñas de los pies. 

Jueves. Día en el asilo. Odio ese trabajo, pero me obligo a ir para superar el miedo a la muerte. No es un asilo, es una residencia para viejos acomodados. Rectifico: familiares acomodados que aparcan allí a sus viejos cuando ya no soportan verles. Y, para sentirse menos culpables, se gastan una pasta en instalaciones y cuidadores que tampoco lo soportan, pero disimulan.

Se encuentra a las afueras, sobre una colina, fiel al cliché. Mi imaginación simple cree que todas la residencias de ancianos se ubican en colinas, en una idiota asociación  de estas con los túmulos. Residencia Los Olmos. Originalidad a raudales. El autobús me deja al pie de la verja y el muro de dos metros y medio, como si temieran que los pobres abuelos fuesen a trepar por él, encaramados a sus andadores. 

Nada más entrar, la muerte me golpea las fosas nasales. Apesta. Mis compañeros dicen que huele a senectud, pero no es cierto. Reconozco ese olor de entre mis peores momentos. El aroma del miedo. Comienzo a transpirar en cuanto cruzo el umbral, sudor frío que me escurre por la espina dorsal al contemplar el declive del ser humano, el lento transcurrir de los días vestido de soledad, como una especie de milla verde. Veo mi propio caminar, inexorable, imparable por esa senda, reflejado en los ojos nublados de cada anciano al que acompaño. La vejez como camino, la muerte como destino, la desaparición como final. Nada.

—No imagino algo peor que la nada—le digo a Lola, mi octogenaria favorita.

Hablo con ellos de cosas así. No puedo evitarlo. Los demás lo hacen de fútbol, del chisme de turno, del vestido de la reina en el último acto oficial o de lo que han hecho el fin de semana. A mí me parece una pérdida de tiempo. Si yo estuviera en el lugar de esta gente, a la espera de desaparecer, no querría escuchar ni una sola cosa que me atara a la vida. Querría que me lo facilitasen todo lo posible.

—No hay peligro ni daño en la nada, por eso los cementerios son tan agradables —dice Lola, y su mirada levanta el vuelo—. Me gustan los cementerios, son lugares tranquilos. Solía pasear por ellos, entre las tumbas o sobre las lápidas, con cuidado de no molestar a los de abajo. Cuando lo hacía, las voces guardaban silencio, llegaba a creer que dormían —Los ojillos de mirlo se paran en los míos—. ¿Qué te asusta de la nada, niña? 

—Formar parte de ella. Creo que es lo que sucede cuando mueres. No oyes, no ves, no sientes.

—No hay dolor —replica.

Tiene cáncer terminal. El dolor todavía es soportable pero sabe que su milla verde particular será un infierno. En este momento, la muerte sería un regalo, por eso le agrada estar conmigo, no me entiende. Por eso y porque me la llevo a un rincón del jardín, bajo unos olmos —árboles de mal agüero— y fumamos un canuto a medias. Le dejo un par más por si el dolor aumenta y ella se los guarda dentro del sujetador. Me hace gracia imaginarla joven, guardándose el dinero de igual forma, junto a unos pechos que debieron ser preciosos y enormes. 

A veces le hablo de él. Pocas, porque noto cómo le brillan los ojos y lo encuentro cruel. Pero hoy sí lo hago.

—Lola, anoche vi a mi amante con otra mujer. Vi cuánto lo necesito, lo mucho que lo deseo. Aceptaría tu dolor, si con ello pudiera retenerle.

Lola habla de sus hombres. Trato de no mostrar interés y obligarla a salir de sus recuerdos, pero me arrastra con ellos. Su pasión es más fuerte que la mía. José, el amante cubano que la amaba toda la noche, con miradas, con palabras, con canciones y con cada parte de su cuerpo. Marcelo, el primer amor que acabó casado con su hermana. Pedro, su primer marido. Pierre, el malvado. Jack, que la volvió medio loca. Sancho, el mejor amante que tuvo jamás, Paolo, el falso poeta, y el último, Adolfo, tan joven que parecía hijo suyo.

—Si tanto temes la ausencia de tu amante —concluye—, deja de nadar y guardar la ropa, empápate de él, porque de una u otra forma, la ausencia llegará. La muerte es la única certeza, niña. Es lo que me mantiene cuerda, de lo contrario despeñaría esta silla por las escaleras.

—Te echaré de menos, Lola.

—Yo no.

Trabajo aquí dos jueves al mes. Los Olmos paga a personas como yo para que acompañen un rato a los huéspedes que no reciben visitas. Les llaman así, huéspedes, como si tuvieran opción a irse cuando lo deseen. Alguien les ingresó aquí y no volvió nunca más. ¿A dónde se supone que puedes ir cuando sabes que no te quieren en ninguna parte? Lola se moría y no tenía a nadie, salvo a mí, dos horas cada dos semanas. Cuatro horas al mes. Es inmoral.

Nos asignan tres ancianos y cada uno se organiza a su modo. Yo paso el día, incapaz de hacer mis horas seguidas. Demasiado duro, demasiado intenso, preciso un reseteo antes de sumergirme en otro drama sin futuro y, al salir, estoy tan hecha polvo que voy directa a la cama.

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Llamaron de Los Olmos. Sí, la persona que telefoneaba estaba al tanto de que hacía meses que no acudía por allí, pero ocurría algo importante.

Al llegar, no hay nadie en recepción y subo directa a la segunda planta. La puerta 213 está cerrada y no contestan al otro lado. Tal vez he llegado tarde. La última vez estaba muy desmejorada, el cáncer cabalgaba por la vía rápida, en contra de las previsiones médicas.

La recepcionista regresada a su puesto me tranquiliza a medias, diciendo que la han visto fuera, en una de las tumbonas.

—Nos alegra que haya venido. El doctor espera un desenlace en cualquier momento y no nos gustaría que se encontrase sola.

—Yo no era más que su acompañante —murmuro.
—Lo sabemos. Llevamos varios días tratando de localizar a la hija. Al parecer se ha largado de escalada a Bolivia y está ilocalizable —Recompone la cara de disgusto—. No tiene a nadie más.

Con la peor imagen posible, atravieso una de las salas comunes hasta el jardín y diviso a Lola, descansando a la sombra de los árboles malditos, tapada con una manta. Observo el bulto menudo en que se ha convertido su cuerpo, mientras me acerco. Da la impresión de dormir. Incluso sus pechos han mutado de maravillosos melones cantalupo a decepcionantes aguacates. 

—Deja de mirarme como si fuera un maldito cadáver —protesta sin abrir los ojos—. Puedo sentir tu compasión.

—Decían que agonizabas, pero veo que tus sentidos siguen intactos.

—Es ese perfume tuyo, huele demasiado a vida.

—¿Cómo te encuentras? —Al abrazarla, noto huesos y piel y me estremezco. Ella se da cuenta.

—Pues parece que me muero —comenta, abriendo los ojos—. ¿No habrás traído uno de esos cigarrillos tuyos, por casualidad?

—¡Claro! ¿Te duele?

—Lo único que me duele es el alma. ¡Tantos momentos de amor para al final morir sola como una perra!

—No es tu culpa que tu hija sea imbécil y tampoco estás sola. Me tienes a mí.

—Algo tendré que ver —Sonríe.

Me pasa la mano por el pelo y la sonrisa se le pliega hacia abajo. Me avergüenza haberla abandonado.

—¿Qué has hecho con ese hombre hermoso? ¿Permitirás que me largue de este mundo sin conocerlo? 

—Lo siento, Lola. Se ha ido a recorrer el norte, dice que necesita pensar. Creo que lo he perdido.

—Eres estúpida si no lo sabes con seguridad y por partida doble si es cierto. ¿Qué has hecho tú?

—Ir a ver a mi madre. Mi padre murió el mes pasado.

—¡Y yo creyendo que tenía una mala racha! —Ríe hasta que la sacude un acceso de tos.

Le masajeo la espalda temiendo que se parta como una ramita. Cuando se le pasa, me pide que la acompañe adentro. Tiene frío a pesar de que estamos a finales de Mayo y es mediodía. Se niega a utilizar la silla y cuando, tras una eternidad, alcanzamos el salón y se deja recostar en un sofá, está agotada.

—Antes mentí —confiesa—. Morir como una perra da igual. Miro atrás y no me arrepiento, volvería a hacer las mismas cosas y a cometer los mismos errores. Al final lo conseguí, perderlo todo, dejarlo atrás. Eso es la nada, para mí, ¿te acuerdas? Estoy lista.

Su voz languidece y, cuando deja caer la cabeza hacia atrás y cierra los ojos, temo lo peor. Busco un enfermero con la vista pero antes de que pueda hacerle señas a alguno, me agarra el brazo.

—Déjame darte el último consejo. Ocúpate de las cosas importantes. Olvida a tu padre, murió cuando os abandonó y llevas esperándolo desde ese día. No hagas lo mismo con ese hombre. Búscalo. Dile lo que sientes. Está claro que no lo has hecho o estaría a tu lado y yo podría conocerle. Espero que esa idea te remuerda la conciencia, por boba.  Olvídate de mí, de este sitio, pronto estaremos muertos también. Si no me haces caso, si pierdes el tiempo con mi funeral y otras idioteces, quizá no haya vuelta atrás.

                                                              — 0 —

Mientras contemplo el techo, tumbada en la cama, comienza una de esas lluvias furiosas de verano. Ha sido una basura de día, uno perdido, otro más. Antes diría «otro menos»: otro menos para verle, otro menos para que me llame, otro menos para que regrese. Ahora me he convencido de que no regresará y lo entiendo, yo habría hecho lo mismo. ¿Qué le ofrezco? Trauma, dolor y celos. ¿Con qué le retengo? Ni se me ocurre… ¿mi quinta crisis existencial? Como un eco coral, el «quizá no haya vuelta atrás» surge en la penumbra de mi dormitorio y avanza con la noche.

Lola murió y se cumplió su profecía. El día del funeral la tuve sentada detrás, susurrando en mi oreja. Se vino conmigo a casa y aquí está, desde entonces. Se ríe de mí, hace ruido en la cocina y no me deja dormir, o, si lo consigo, me habla en sueños. Durante el día corrige mis textos: es una crítica feroz.

—Habrías sido una editora insufrible —le digo.

Como no la escuché, ahora no dejo de oírla.

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