«ELLA»

De pronto advertí que llevaba puesto otro cuerpo, otra forma de existir en carne y hueso, aunque con mi propio sabor de alma en las ondas del aliento. Era, ciertamente, una sensación compenetrante acerca de estar o no estar en mi realidad viviente, sino, al parecer, reflejado desde otra existencia sembrada de lejanos recuerdos. Así que podía sentirme existiendo en los tiempos, cuando, el domingo por la tarde, me sometía a románticos estremecimientos. Tenía entonces 14 años de edad y los sentidos, todos, completamente abiertos delante de la vida. Hoy no. El tacto se ha desgastado en los vacíos mordientes de la soledad y la vista apenas la uso para verme a sí mismo entre las neblinas de mis propias añoranzas, talvez, al frente de cierta ventana idílica, que, desde adentro, cerró el olvido o, por fuera, se disipó en los años…

Cuando tenía los ojos conectados a la luz, “ella”, llenó mi alma con todo su esplendor. Fue como amanecer en mitad del sol, un sol no quemante, sino acariciante al tacto y respirable al gusto de sentirlo, de gozarlo: sensual y bello. En efecto, era una mujer que se dejaba respirar en redondo, como una fruta imaginada en la plenitud de su deliciosa sensualidad. Yo la percibía, desde lejos, en su aura fragante, invadiendo mi sentido de vivirla sin materia, en otro mundo, acaso en la dimensión de gracia donde respiran los sueños. Allí la vivía, absoluta, de latido a latido, en cada una de sus ondas astrales penetradas de los hondos olores de su existencia hermosa en plena florescencia. Entonces, en el domingo, cuando llenaba mi vida, me sabía a fruta dulce sin rebordes de cal en ninguna de sus posibles inconsistencias. Pero, luego en los demás días de la semana, sin ninguna presencia suya en ninguno de mis sentidos, la precisaba, por degustación imaginada, en los resabores del recuerdo. De ese modo, según la semana se extendía en el tiempo asomándose a la eternidad, “ella”, en su “olor lumbroso”, de ser astral, se deshacía en la vaguedad apuntando a ser simplemente ilusión insípida y, para mi amargura, una como nostalgia residual, trataba de instalar en mi sistema sensitivo el “olor del olvido”. Empero, mientras en la mecánica del almanaque gravitara el domingo y, éste, ya con la mañana usada en todo el pueblo volcado a la vida de parroquia y de mercado entre campanas de iglesia y conversatorios callejeros y, al atardecer, la calle de ir al primer amor, sólo mía, se dejara caminar hasta llegar al frente de aquella ventana enclavada en la pared de lo insoñado y, “ella”, mujer o flor, ángel o astro, no sé…apareciera volcada en mis ojos, entrando en ellos cual un líquido lumínico, profundizándose en mi ser hasta evaporar en su fuego dulcísimo todo mi aliento, lo físico o vivencial que apenas sobraba de mí, solamente podía flotar incorporado al olor suyo o de la tarde llena de pomas maduras, que bullía en toda, “ella”, cuando nunca la besé…

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