Pude ver cómo te gustaba su sabor amargo del interludio, cuando las incipientes arrugas de tus ojos se acentuaban por momentos.

Y el salado de los bordes, al sentir tus glándulas salivar. Casi pude oírlas; estaba muy cerca, ¿te acuerdas?

Si te gustó o no su toque ácido, es algo que siempre me resultó más imperceptible; quizá lo vi en tus manos. Quizá fuera insípido para ti.

Y en cuanto al umami, nunca noté que lo degustaras­; es tan íntimo… ¿verdad?; que solo tus mentiras podrían haber hecho que lo viera. Y no mentiste.

O sí.

Elaboré este plato durante mucho tiempo; demasiado quizá. Y la receta llevaba tu nombre. ¿Te acuerdas?

Yo tampoco ya.

Y después, más y más pruebas; combinando ingredientes con nombres sugestivos. Muchas o pocas… mejores o peores… qué más da.

Hoy, estoy preparando un postre a base de hormigón, solo para mí. Ya he probado demasiados con base de barro.

Debí volver en busca del elixir al lugar donde sabía que existía. Y cultivándolo llevo tiempo, y amasándolo. A caballo tras la lluvia; la sequía corre demasiado.

¡Et voilâ!: «Dulce de emociones espolvoreado sobre masa de estabilidad; rebozado con merengue de amargo flambeado hasta la evaporación. Y carcasa comestible de umami personal; de digestión lenta…, muy lenta. Regado con vino sangre, de barrica de siete vidas; y si no siete, mil».

Ahora, no sé si quiero dar a conocer mi última receta. Ni tampoco sé si gustaría a alguien más.

Pero a mí sí.

FIN.

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