La sangre se derramaba por los pasillos de la Feria del Libro de Santa Cruz y con la prisa de mis latidos mis pasos buscaban oxígeno en los estantes de literatura infantil.
Los anaqueles de libros tenían su historia o parte de ella contada desde el sensacionalismo, del oportunismo mediático buscando fama a costa de la historia de otros, del dolor de otros.
Vomité sangre por años, vomité nauseas, vomité impotencia ante esas cubiertas manchadas y ante las miradas morbosas de cuánta gente esquivaba mis pasos, ante la misoginia mirada del oficial en el banco al descubrir que mi apellido, único en este país, era nada menos que el mismo de los titulares de 2009.
Sí, titulares que en abril de 2009 escupían sangre e imágenes amarillistas del cruce de fuego en un hotel donde cayó muerto mi hermano, imágenes que mis ojos captaron para la eternidad y que seguramente no perderán el ángulo ni el color.
Externamente, los periodistas, supuestamente humanos, asfixiándome con impaciencia y con agresividad se encargaron de un “cruce de fuego” que no cesó por muchos años.
El aire puro de abril, en que se inicia el otoño en estas latitudes, estaba contaminado por la congregación del morbo y yo tenía que seguir hurtando oxígeno por un ser pequeñito que debía abrazar cada día en amor, sin lágrimas que delaten dolor.
Así pasaron los años entre el marginamiento, entre el miedo social que revestía mi apellido en la mente de otros y entre mi cabeza erguida, porque está claro que somos seres independientes de nuestros hermanos. Al pasar estos años también fui blanco de críticas de aquellos que no entienden que no juego al morbo ni al amarillismo y no me interesa ser parte del festín de miopía de los libros y los tabloides.
Las sucesivas ferias del libro llevaron un tinte similar entre un pasillo y otro. Pero este año fue diferente. Sí, me había sometido a diversas terapias energéticas y presentaba un plaquette de poemas.
En el mismo stand tuve un cruce de miradas con el autor que masacró a mi hermano por los medios que tuvo a su alcance. Tuve un cruce de saludos gélidos, quizás surgidos de las paredes que cobijan algún ataúd, pero la morbosidad de su historia ya no hizo mella en mí. Y si bien en los pasillos aún se exhiben las cubiertas manchadas de sangre, puedo seguir mi camino sin asfixiarme en ellas.
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