No sé en qué momento llegué a desarrollar semejante sentimiento, pero sí supe darle nombre con los años. Supongo que fueron mis padres los primeros en darse cuenta de lo que pasaba por mi cabeza cuando nació mi hermano. Su error fue creer que aquella adversidad sería liviana, pasajera, que el tiempo nos devolvería la tranquilidad, que las cosas volverían a ser como antes, incluso mejor. Sin embargo, durante algunos años, no ocurrió así. Fue como una escara que profundizaba cada día con más ahínco. Como esa picadura que envenena la sangre, que asfixia hasta dejar un mínimo aliento, el suficiente para sufrir con lentitud la incertidumbre de ese devenir entre la vida y la muerte.

Recuerdo que cuando mi hermano y yo nos quedábamos solos en casa, me gustaba jugar, a mi manera, con él. Algunas veces desconectaba la luz sin que él lo supiera y, después, lo encerraba en el baño o en cualquier otra habitación. Mientras Iván intentaba abrir la puerta yo hacía la fuerza suficiente para que no pudiera hacerlo. Me divertía imaginarlo solo en la oscuridad, saborear su miedo, que temblara, alejado de la protección de nuestros padres. Otras, lo amenazaba con mentiras de tal manera que siempre conseguía que no me delatara. Disfrutaba cuando mi madre regresaba y me hacía siempre la misma pregunta: «¿Cuidaste bien de tu hermano?». Entonces, los dos nos mirábamos sabiéndonos cómplices del mismo secreto.

Cuando llegaba el verano yo salía a la calle con mis amigos. Nos entretenía esquivar a los coches, trepar árboles, capturar lagartijas para luego cortarles la cola y hacer tropelías con ellas, pero lo que más nos gustaba era saltar al vacío desde la tapia de piedra que bordeaba el parque cercano a nuestras casas. La mayoría de las veces me acompañaba Iván, en contra de su voluntad, pero era mi madre la que insistía para que viniera conmigo. A mí no me importaba, al contrario, me encantaba verle en situaciones difíciles cuando el resto de amigos no nos veían. ¡Qué frágil parecía!

Una tarde salimos los dos sin la pandilla y fuimos caminando hacia la tapia. El calor era sofocante, Iván insistía en regresar, pude paladear sus temores. Primero comenzamos a lanzarnos por la parte más baja, una y otra vez, hasta que el muro adquirió mayor altura, lo que suponía un nuevo reto. El último salto fue vertiginoso, mi hermano, obediente, se tiró primero. Después…

Iván pasó varios meses en el hospital. Tuvo que aprender a caminar de nuevo, a hablar, a comer, a ser independiente. Fue una larga batalla para mis padres, para él. Entristecía ver cómo resbalaba la comida por la comisura de sus labios, cómo daba sus primeros pasos arrastrando los pies, cómo nos perseguía con la mirada. Fue una lucha continua. Pero el transcurrir de los años nos devolvió la calma. Yo necesité más tiempo…

«Salta, Iván, salta». Aquellas palabras categóricas nunca debí pronunciarlas.

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