El brotar de una nueva vida

El brotar de una nueva vida

Marc Renton

10/10/2018

Condujo durante dos horas hasta llegar a pies del lago. El maletero iba lleno, abarrotado, incluso había tenido que utilizar los asientos traseros para transportar más cajas llenas de memorias. Aparcó de culo al lago, a escasos tres metros del agua. Era un día precioso, el cielo lucía azul y orgulloso, pero un viento tozudo le hacía revolotear sin pausa su larga cabellera bruna. Al respirar, notaba como sus pulmones se llenaban de un aire más puro que la sonrisa de un niño escribiendo la carta a los Reyes Magos.

Lo primero que cogió del maletero y tiró al lago fue un álbum de fotografías. Eran imágenes de un viaje de hacía muchos años a Menorca. Se los veía jóvenes, felices, inmunes al desgaste. No lo abrió para mirar una última vez las fotos, simplemente lo tiró tan lejos como pudo y observó como el lago se lo tragaba.

Después cogió el vestido de novia del cual había estado tan orgullosa doce años atrás, cuando se había casado. Hecho a medida, de las mejores telas y tan blanco aún como una ola rompiendo contra agrestes acantilados. Lo dejó reposar sobre la superficie acuática y esperó que la parsimoniosa corriente se lo llevara lago adentro. Siguió depositando objetos en el lago: las entradas del primer concierto al que habían ido juntos, la handira que habían comprado en su luna de miel en Marrakesch, las flores que él le había comprado el día anterior para disculparse. Por último, se quitó la alianza del dedo anular y la lanzó con todas sus fuerzas. Un ruido lejano en el agua anunció que el anillo se encontraba ya de camino hacia el fondo del lago, donde reposaría hasta que las montañas fueran playa.

Volvió al coche, pero no lo puso en marcha. Se quedó sentada en el asiento del piloto, pensando en todo lo que dejaba atrás y todo lo que merecía de ahora en adelante. Cogió el retrovisor interior y lo colocó de tal forma que viera su propio reflejo. El moretón debajo del ojo y la herida en el labio eran ya los únicos recuerdos que le quedaban de él.

Arrancó el coche. No necesitaba mapas que le dijeran qué carretera tomar. Ya no.

Parsimonioso y eterno, el lago presenciaba el morir de una pesadilla y el brotar de una nueva vida.

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