Había un extraño en la ciudad. Sólo uno, pero estaba por todas partes.
Había quien lo miraba y lo miraba –se dejaba observar- pero no sabían nada de él. Viendo cómo vestía, parecía haber militado en casi todas las tribus urbanas, sin encajar en ninguna. Algo era evidente: no estaba a gusto en su piel, a pesar de que la suya era de un color diferente, que le hacía sentirse único. Era seguro que a menudo rozaba el suicidio.
Y entonces, saltó. Pero no al vacío, sino de la cama. Cámara en mano, trató de mirar sin ver, y de ver sin mirar. Hizo muchísimas fotos. Y algunas albergaban brotes de belleza, de genuina belleza, que se abrirían como flores cuando llegara el momento.
Llegó el día en que el extraño fotografió al extraño. Parecía haberlo querido evitar toda la vida, pero ese día lo tuvo enfrente, dentro de un espejo, y parecía imposible huir. Se sintió con fuerzas y disparó. El espejo no se rompió. En cambio, le devolvió una mirada perpleja.
Fue así como la ciudad comenzó a ser mi ciudad. Empiezo a no ser tan extraño para mí mismo como antes, aunque a veces tengo mis días. Me digo que mi ciudad es la parte de mí en torno a mí que no soy yo, y que está por descubrir. Hay palabras hermosas también aquí; yo trato de recuperar sonrisas que sospecho quedaron allá.
Ahora sé que no hay un extraño en mi ciudad, sino tantos, que tiene algo de mágico y de sagrado el que logremos compartir un espacio tan pequeño como este planeta, como esta ciudad, como esta web, atentos los unos a los otros.
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