El miedo crecía. Aunque trataba de serenarse y luchaba para ello, cada vez lo sentía más fuerte. Entre la noche y el fuego, su angustia era poderosa y habitaba todos sus rincones. ¿Gritar? No podía. Su voz era sofocada por la impotencia y por el sordo destino.

La oscuridad la abrazaba, la lastimaba, y ella se quejaba una vez más de su suerte en una oración. Sabía que su dolor era en vano e irrefrenable. ¡Alguien que acudiera a salvarla! Sin embargo, nadie veía el desastre.Soportaba. Esperaba. ¿Qué cosa? ¿A quién?

Caminaba; se detenía y observaba su rastro. A veces su huella no estaba. ¿Acaso avanzaba? Se sentía perdida, desorientada. El calor la oprimía. Las malezas arañaban sus piernas y los insectos se deleitaban con sus heridas.

¿Por qué estaba sola cuando ocurrió? O, ¿fue la soledad el motivo del desastre?

Su sustento, el que con sus manos y convicciones había cultivado, ese que le permitió sobrevivir y que le venía legado de sus ancestros, estaba siendo devorado por las llamas, y ella, ese ser ahora completamente vacío y con el alma ahuecada, no tenía el valor para adentrarse en el fuego y rescatar nada. Nada.

Si no hay nada hay lugar para todo. Detuvo los pensamientos que se arremolinaban en su mente. Cerró los puños en torno a sus ropas andrajosas y se las arrancó ya sin pudor por la desnudez absoluta. Escuchó el latir de su corazón desenfrenado y la sangre que bombeaba en sus sienes.

Atrás, el infierno. Adelante, ni una quimera. Estaba parada al borde de un abismo con lenguas filosas e ígneas. El calor era igual al de aquellos brazos en aquellas noches lejanas. Quería una noche igual. Lloró por eso, por ella misma, por el humo que la cegaba.

Rezó sin ser consciente de la fe escondida en su desesperación.

Una intempestiva lluvia comenzó a mojar su paisaje y con cada gota desahogaba su pena. El agua barría sus lágrimas y ella gritó haciendo eco en el cielo hasta que no le quedó nada por reprochar. Entonces tocaron sus hombros.

Arriba, la cúpula negra le entregaba una deslumbrante luna llena. El incendio había cesado.

Se puso de pie imantada por un poder hondo que nacía de su mismo centro y de su alrededor y enfrentó la mirada con la de unos ojos iluminados. ¿Por qué tardó tanto? Se habían quemado sus sueños y su esperanza… o su espera.

Quedó en silencio y comprendió en la profundidad sideral de esos ojos, que no necesitaba soñar más, porque al fin había despertado. El mismo ardor que consumió su origen, aquel lugar sagrado donde anidó por años, había encendido en ella una llama distinta.

Respiró con su libertad infinita, lo tomó de la mano y caminó con él. ¿Hacia dónde? No importaba. La noche había terminado y adelante la encandilaba la resplandeciente luz del sol.

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