OLORES

“De vez en cuando ciertos olores que desde niño no he vuelto a sentir, regresan a mí. No a la nariz propiamente dicho, sino al cerebro de la nariz…”

Saul Steinberg

Pensar en un olor determinado hace que acudan a la memoria hechos y cosas, ambos contribuyen a relacionarlos con la historia de nuestra vida. Una vida llena de sensaciones, que llegan según la edad y las circunstancias en las que estás, y hace que determinados momentos vuelvan a tu cerebro. La casa de mis abuelos paternos dedicada a la agricultura tenía una característica especial, en ella estaban instalados todos los olores rurales. Era un hogar grande ¡tanto! que se podía entrar por dos calles distintas. Por la parte trasera, se accedía a las caballerizas, en la calle mayor estaba la puerta principal, frente a ella se tomaba el fresco las noches calurosas y hasta allí llegaban los aromas del jazmín, del galán de noche y de las hierbas aromáticas procedentes de los patios cercanos; todo un festival de perfumes.

El olor de la casa de mis abuelos era una mezcla de tiempos y momentos. Cada época del año tenía su aroma. Durante el invierno la leña se convertía en la principal protagonista; era un efluvio leñoso y resinoso. La entonces llamada cocina económica, comenzaba muy temprano a calentar la malta y la leche del desayuno, aquel olor atraía a los recién levantados. El horno era otro elemento importante, desde buena mañana cocina y horno permanecían calientes hasta la noche Se asaban patatas, berenjenas, pimientos tomates… todo lo que daba la cosecha. Un conjunto de olores apetitosos que embriagaban la casa. El día que se cocía la cazuela de arroz al horno era fiesta. ¡Y qué decir de las golosinas de las tardes! un trozo de calabaza o de boniato, recién asado, la mejor de las meriendas; un festival de sabor; la casa olía dulce. Algunas tardes en el mismo horno mi abuelo asaba cacahuetes, o castañas. Y La protagonista de los mejores olores era la abuela con las hogazas de pan y los bizcochos recién horneados, aquellos aromas eran tan sabrosos, que costaba esperar a que se enfriaran.

El verano tenía otro estilo de olores: los sacos de algarrobas almacenadas en el patio, tenían un sabor parecido al chocolate, era un olor muy particular; los melones que colgaban del techo del desván, para que duraran hasta Navidad; el azufre que guardaban en el cobertizo, el olor sulfuroso me resultaba desagradable. Era un polvo amarillo con el que untaban las viñas para que los racimos crecieran sanos, un fungicida natural. Después, una vez vendimiada la uva, el olor casi empalagoso de las pasas que exponían sobre los cañizos al sol.

Y de nuevo la leña recién cortada, una buena provisión dispuesta a alimentar la cocina y el horno, crisoles conjuntos a la hora de destilar los aromas de cada momento del día.

María Isabel Tárrega Toribio

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