Cuando apareció la yema de huevo (así apodaba mi hermano Oliver al sol) por el horizonte, aproveché para ir a por pan. El olor a asfalto humedecido junto al coro de los gorriones, daban paso al amanecer. La misma rutina de cada día: la caminata, cruzar la calle y ponerme en la cola de la tienda de alimentación.
Esperando mi turno, observé al nieto de Santi, el dueño del comestible: llevaba una camiseta de Mazinger Z, aquellos dibujos que veíamos los sábados Oliver y yo; podía leerse la frase «puños fuera». El olor a pan industrial y aquella camiseta me hicieron retroceder a mil novecientos ochenta y uno cuando aún vivíamos en Ceuta. ¡Cuánto echo de menos las molletas del Rubio! ¡Aquello sí que era pan de verdad!, añoré. Lo que daría por deleitarme con la mantequilla derritiéndose en la rebanada.
Aquellos pensamientos me acompañaron de regreso a casa hasta que el sonido del móvil los hicieron desvanecerse. 
—Raúl, te llevaste toda la compra menos el pan— me dijo Santi. 
—¡Qué despiste! Voy enseguida, gracias. 
Mientras volvía sobre mis pasos a lo de Santi, me asaltaban imágenes de mi barrio natal, saliendo de casa —junto a Oliver— con una talega, yendo a la panadería del Rubio con la intención de comprar molletas para el desayuno. Aquel olor a pan caliente —que era como escuchar una flauta mágica e ir hechizados hacia la panificadora— hacía que corriésemos para ver quién llegaba el primero. Oliver no paraba de llorar hasta que no le daba un pico de pan. De vuelta, tropezamos con mis amigos de la niñez que correteaban por la calle; jugaban a policías y ladrones. Comencé a llamarlos por sus nombres. Me uní a ellos entre carcajadas. Al oír la voz dulce de mamá que clamaba: «¡Neneeees el desayuno!», abandoné el juego y salí disparado. Me detuve frente a la puerta del que fue mi hogar, y un intenso aroma a café molido con leche condensada invadió mi nariz, en mi cara se esbozó una sonrisa. 
Cada vez que se cumple el aniversario de la marcha de Oliver, no puedo evitar darle un bocado a nuestra infancia, aunque ahora el pan huela diferente. Es curioso cómo algo tan simple como un pedazo de pan pueda tener tanto valor para mí, ahora entiendo por qué mamá nos decía que lo besáramos antes de tirarlo. «Un trozo de pan es como un bebé entre algodones», acostumbraba a repetirnos. 
De nuevo, en la tienda de alimentación, Santi me hizo señas para que no esperase la cola. Entre los clientes, apareció su nieto portando con su manita la bolsa de pan que se me había olvidado. Me quedé mirando su camiseta de Mazinger Z, sus tiernos mofletes, su pelito perfumado, ese olor a infancia. Al dármela tuve la sensación de lo que me entregaba era la talega con los molletes del Rubio. El niño me miraba sonriente; saqué un bollo de la bolsa, partí un trozo del pico del pan y se lo di.

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