La psicóloga me había dado indicaciones de pasar al consultorio mientras ella iba por un bloc de notas que había olvidado en su coche. Me preguntaba si el consultorio contenía alguna cámara secreta y si el bloc de notas era una excusa para dejarme a solas unos momentos y analizar más tarde mi comportamiento cuando no hay nadie alrededor. También me preguntaba si estaba exagerando las cosas y si lo mejor era tranquilizarme, así que obedecí su instrucción.

Tapizado de terciopelo, tan intenso como la sangre y tan fuerte como el vino, el sillón robó mi atención. El mueble protagonizaba el lugar y opacaba cualquier ornamento colocado en las paredes, a pesar de que había otro sofá. Verlo así, con la oscuridad prematura asomándose por la ventana y una lámpara de pie iluminando toda la pieza, de alguna manera, asemejaba una cálida canción de los setenta. La voz de Karen Carpenter deleitaba mi mente con solo imaginarla y una ligera nostalgia me invadió por breves segundos antes de advertir el embriagante olor a cereza.

A mi izquierda, al lado de la puerta, había un ambientador y bastó un parpadeo para ver un labial en mis pequeñas manos; de pronto, volvía a tener diez años. Aquellos tubitos de diferentes colores y sabores que mi madre me compraba de su catálogo de productos favorito eran mi fascinación y no podía salir de casa sin antes colocar un poco —lo que ella consideraba bastante— en mis labios.

Nunca se lo decía a nadie, pero solía imaginarme a mí misma como una mujer adulta, cargando un pequeño bolso en el que elegantemente guardaba mi labial de cereza, un pequeño espejo, un viejo celular que ya no funcionaba y unas cuantas monedas que mis abuelos me obsequiaban cada vez que los veía. Era como tener una vida en mi mente y otra en la realidad; sabía que era una niña, pero mi imaginación hacía maravillas para pretender que no era así. Entonces, mi única preocupación era no olvidar mi muñeco de peluche favorito y subir al coche con mi mamá todos los domingos para visitar a mis tíos.

¿Lo que sentía ahora era tristeza, felicidad… o solo nostalgia? Me acerqué a uno de los libreros y tomé el libro cuyas hojas eran más amarillas que las de los otros. Todos los libros viejos que tenían las hojas así de amarillas tenían el mismo aroma y la misma fragilidad. Había que tocar con delicadeza las esquinas y pasar la hoja sin doblarla en absoluto, justo como había aprendido con los antiguos libros de mi mamá. Nunca los dañé, pero temía hacerlo; prefería tratarlos como si jamás los hubiese tocado. Siempre había sido curiosa con un sigilo imprescindible. En efecto, el olor a tostado era el mismo y la textura, polvorienta.

Escuché pasos y coloqué el libro rápido, pero con cautela, en su sitio justo cuando la psicóloga giraba la perilla de la puerta. Habían sido un par de minutos que se habían sentido como años.

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