Ingredientes:
1 invitado especial
1 motivo de celebración
1 mesa bien servida
Preparación:
Había que esperar a que se mezclaran el invitado y el motivo para deleitar esa maravillosa cena que hacia mamá.
Una vez estos dos ingredientes estaban bien integrados, ella se disponía servir la mesa con arte y gusto sobre una madera oscura fina, labrada en el oficio de carpintería del abuelo. Esta, era vestida con un impecable mantel blanco bordado y con el fin de no ensuciarlo y poderlo guardar perfectamente como un lienzo que cubre el altar en la misa, cada puesto de la mesa era separado por individuales tejidos a mano decorado con pequeñas hojas verdes; parecían obras de arte enmarcados con cubiertos limpios y brillantes situados en el lugar adecuado según las reglas elementales de etiqueta: «A la derecha del plato, el cuchillo con la hoja vuelta hacia éste. A la izquierda, el tenedor, con las puntas hacia arriba. Horizontalmente, y delante del plato, los cubiertos para el postre.”
De un majestuoso mueble antiguo en donde se custodiaban los más valiosos utensilios de la cocina, salían todos los tamaños de platos: el de la ensalada como entrada, el llamado “llano” para nuestra comida esperada, el del postre y la taza para el café. El blanco de la vajilla de porcelana brillaba sobre la mesa, con un diseño sutil de dos líneas en círculo en su borde, una roja y otra dorada, esta última, decía ella: «Es de oro», vajilla que aún conservo y solo utilizo para recetas especiales como esta.
Al finalizar la ensalada, llegaba desde la cocina un aroma a queso parmesano gratinado que hacía estirar el cuello para que esta sensación se adentrara a lo más profundo de nuestro ser, con la esperanza de que se quedara por siempre ese sentir, deseo que se ha cumplido hasta la fecha.
Se servía el segundo plato y a partir de ahí, todo era colores, olores y sonidos: al introducir el tenedor se desbordaba una salsa de color granate combinada entre la carne de res y de cerdo con un guiso de cebolla y tomate que dejaba resaltar un aroma de vino tinto en que fue cocinada. Mientras alucinaba y trataba de desenredar las tiras de queso fundido enrolladas en el tenedor, aparecía algo crujiente en mi boca, y allí estaba el toque mágico: tocino diminuto perfectamente dorado. Y ni que decir de la pasta, era suave, fresca y de un color provocador teñido entre amarillo por el queso derretido y rojo por la salsa.
Al mojar el pan sobre el líquido que manchaba la porcelana, se dejaba la vajilla tan limpia que podía volverse a guardar en aquel mueble intocable donde se protegía todo lo que a mamá la hacía feliz.
En tanto me deleitaba, no hablaba; era un momento de inspiración, cada bocado podía tener los más bellos recuerdos y futuros imaginables.
Aún sigo buscando entre restaurantes, recetas de familia y amigas, ese momento único.
Por ahora la vajilla sigue en su lugar.
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