Jacinta ya había cumplido los ochenta. Atrás quedó su rostro de porcelana y su melena rubia que ondeaba sobre sus hombros. Ahora su cara estaba surcada de arrugas y el pelo gris estaba recogido en un apretado moño que atestiguaba el paso de los años. Sus piernas esbeltas y bien modeladas dieron paso a unas rodillas deformadas por la artrosis y se le marcaban unas abultadas varices que le obligaban a un caminar sinuoso, torpe y vacilante, como una hoja seca en otoño que es presa del viento.

La capacidad mental era buena, pero desde que Rafael, su marido, murió hace tres años, se la veía deprimida y con pocas ganas de hablar. Su hija y su marido la habían instalado en su casa en la ciudad, dejando abandonada la casa del pueblo. María, la hija y su marido Alfredo se dedicaban a la investigación de robótica. Hacían viajes por todo el mundo en busca de nuevos diseños tecnológicos y esto les restaba mucho tiempo de su vida social con amigos o familiares.

Ambos se sentían culpables por no pasar más tiempo con la anciana. Cuándo se iban de viaje contrataban a una ayudante para que la acompañara.

Ahora tenían en mente hacer pruebas con su último invento. Un humanoide, o sea, un robot con apariencia humana capaz de moverse, sonreír, e incluso mantener una conversación.

Ya habían probado el mecanismo de Samanta—así se llamaba este androide—y todo parecía funcionar a la perfección. El equipo de investigadores se mostraba muy satisfecho.

Habían decidido llevarla a la Feria Internacional de Hong-Kong, la cual se celebraría dentro de un mes, aunque algunos miembros del equipo lo consideraron prematuro pues no habían experimentado como interactuaba con los humanos.

Entonces María tuvo una idea.

—Puesto que puede manifestar algunas emociones, deberíamos probarlo con algún familiar o amigo cercano.

—Y ¿Qué sugieres? ¿Sabes de alguien que quisiera llevársela a casa?—preguntó uno de los compañeros.

—Yo misma—afirmó ella—.Mi madre pasa largas horas a solas y no está bien de salud. Deberíamos ver cómo actúa en una casa, en compañía  de las personas.

El equipo estuvo de acuerdo. Lo más complicado era exponer a Jacinta que este robot conviviría con ellos durante unos días. Sabían que una anciana no comprendería nada de tecnología y menos de esa índole. Pero se arriesgarían a intentarlo.

María le expuso la idea a su madre y esta se quedó boquiabierta.

—¿Un androide? No he oído esa palabra en mi vida…¿Y dices que anda, gesticula, sonríe e incluso habla? No sé adónde vamos a llegar con esas cosas que inventáis. Pero, aunque así sea, ¿de qué voy a hablar yo con ese robot? No es un ser humano. Es un maniquí con varias cualidades. ¡Ay Dios mío! Me niego a hablar con eso que yo que sé que es.

Sus hijos ante la actitud de repulsa de la anciana se sintieron muy desanimados, pues su carácter tozudo siempre le había caracterizado. Pero a pesar de todo, siguieron adelante con la prueba.

Al día siguiente Samanta ya se encontraba en casa de la pareja. La desembalaron cuidadosamente y la dejaron en una habitación que les servía de pequeño laboratorio. Tenían que echar un último vistazo antes de darle a conocer a Jacinta. Pero una llamada de unos amigos les hizo posponer la revisión y abandonaron la casa, dejando a la anciana sola.

Al cabo de un rato Jacinta se dirigió a la cocina y calentó agua para hacerse un té. Al verter el agua sobre la taza sintió un mareo y cayó  desplomada, golpeándose la cabeza contra el suelo.

Una hora más tarde cuándo llegaron sus hijos, sintieron un sobresalto al ver a la ambulancia a la puerta de casa. No sabían qué había ocurrido. Una de las sanitarias les explicó que alguien había llamado a Urgencias.

La anciana estaba sentada en el sofá. Le habían puesto unas tiritas en la frente y  tenía la muñeca vendada.

—Hijos, no tenéis de qué preocuparos. He sufrido una bajada de tensión y me he desmayado—les explicó aliviada la anciana—Pero ya me encuentro perfectamente.

—¡Cuánto me alegro! Me alivia saber que después del desmayo te sintieras mejor y pudieses llamar a la ambulancia—comentó su hija.

—¡Oh no! Yo no he llamado. Los enfermeros dijeron que cuándo llegaron aún seguía inconsciente.

Entonces María y Alfredo se lanzaron una mirada de complicidad, creyendo adivinar quien había sido el artífice de tal cosa. Sí, había sido Samanta. Entre sus muchas cualidades estaba programada con un radar para analizar el movimiento y cuándo la anciana cayó al suelo, detectó que su vida peligraba. Tenía instalados en su disco duro algunos números de teléfono para llamar en caso de emergencia.

Samanta se había encargado de llamar y posteriormente abrir la puerta a los sanitarios, los cuáles, ante su asombro, pensaron que había sido una broma. Después esta se retiró a la habitación para dejarles proceder y curar a la anciana.

La pareja fue al pequeño laboratorio y encontró a Samanta sentada, igual que la habían dejado. La llevaron al salón e hicieron las presentaciones.

—Mamá, ha sido Samanta la que te ha salvado.

Jacinta se quedó atónita al ver su parecido con los humanos, admirando también su dotada inteligencia y comenzó una pequeña charla con el androide.

María se sintió muy satisfecha y rebobinó en su memoria la evolución de la tecnología desde que fue una niña: Recordó la vieja radio en la cocina, que dio paso a una tele en blanco y negro. Se acordó de sus vecinas que venían a ver el “ Un, dos, tres”. Después llegó la tele en color, el teléfono, su primer ordenador abultado y lento al procesar,  la antigua cámara de fotos, el reproductor de video. Se emocionó al visualizar su primer móvil, y cómo evolucionó en otros más modernos con Google, whatsapp, video y cámara.

Se alegró de que su madre se hubiese reconciliado con la nueva tecnología y le dijo a Alfredo emocionada:

—Creo que hemos cumplido  nuestras expectativas…¿no crees?

Tu puntuación:

URL de esta publicación:

OPINIONES Y COMENTARIOS