Por falta de tiempo

Por falta de tiempo

Desquiciado, como una regadera. Así un largo etcétera y a mucha honra. ¿Y quién no lo está? A mi juicio, la cordura es la verdadera locura y yo de tan cuerdo y pendiente de cada segundo, enloquecí por mi obsesión con la inmediatez de la tecnología. 

Sin ir más lejos, a todo el que invito a tomar algo o departir sobre cualquier tema que nos quite el sueño, directamente ya ha salido antes de entrar en mi ático en pleno centro de Madrid venido a ridículo piso de treinta metros cuadrados.

Mi problema radica en mi impaciencia y el querer estar al tanto de todo lo que sucede a mi alrededor, desde mi casa hasta de qué color son los calzones de un extraterrestre, en caso de que los llevaran. Pero entre unas cosas y otras, tengo la sensación de que me falta tiempo. Es el motivo fundamental de la «decoración» tan peculiar de mi casa: en lugar de cuadros muertos garabateados por pintores igual de muertos, vivo rodeado de pantallas para no perder detalle ni del próximo mosquito cuya existencia descubra la National Geographic

Conexión a multiplataformas, vía satélite o por streaming. El parquet, irrigado de cables… ¿significa eso que estoy enchufado? Ya sé que el chiste es malo, tampoco es que sea un lumbreras humorístico, pero sí soy informático (aunque prefiero llamarme alquimista tecnológico), un poco anacoreta, autodidacta, políglota, periodista y lo más importante: renegado y rebelde sin causa congénito. ¿Propio de alguien que no se deja seducir por los cantos de sirena que domeñan y adormecen a las masas?

Por algo dicen que el camino del héroe es solitario. Mejor que mal acompañado. Tal vez por eso es que no haya tenido tanto éxito en el amor, con todas sus subespecies, pero sí que puedo tachar de triunfo rotundo lo que me encuentro organizando en mi digamos «laboratorio doméstico». ¿Me convertiría por ello en héroe… del juego geek?

Es sábado, entrada la madrugada. Ni el vuelo de un abejorro se oye y si de oír se trata, ni mi respiración. Termino de picar un código de propia cosecha más extenso que la mismísima Muralla china, un invento para intentar paliar la falta de tiempo. Tecleo el último comando cuando de pronto escucho un ruido estridente, parecido a un cortocircuito. Aquello provene del salón. Cual resorte, me levanto. Pulsaciones cabalgando. A pesar de ello, voy con cierta parsimonia, pero la procesión por dentro y no puedo creer lo que mis ojos ven tras las gafas pasta: ¡acabo de abrir un portal temporal! 

Lo primero que invade mi mente es que quizás estaría soñando despierto. Avanzo con recelo hacia la fisura fluorescentemente intermitente. Como E. T. clamando por su casa y teléfono, extiendo mi índice en dirección a la lumiscencia. 

Salgo despedido, colisionando con el mobiliario del comedor; una de las sillas rueda por los suelos. Maldigo tantas esquinas, pues varias se quedan grabadas en mis ya de por sí lastimadas lumbares, recordatorio de mi pasado de correrías buscándome a mí mismo en agujeros demasiado estrechos… aunque placenteros.

Errores de juventud.

Medio repuesto del incidente, deduzco que tal vez si utilizo guantes de látex o, mejor aún, una escafandra, estaría libre de sufrir nuevas descargas. No desaprovecho. Al día siguiente, tiro de agenda y decido entablar conversación con un viejo amigo que me debía unos cuantos favores. Pan comido. En un par de días, Conrado cumple con lo que le pido. 

Como si fuera a fumigar mi casa contra las termitas, me planto de nuevo frente al intratable portal. Esta vez ya estoy preparado. Lo que me espera al otro lado no es para nada grato: el planeta Tierra está desolado. En lugar de agua, es un lodo negro con plásticos que sustituyen a los peces, flotando a la deriva en estos nuevos mares y océanos; aridez extrema en desiertos que antes eran vergeles; huesos por doquier de muertos por inanición al haberse deteriorado tanto los ciclos naturales; millares de escombros de antiguos edificios derruidos por seísmos sistemáticos; la lava de los volcanes lamiendo sus propias cenizas… 

Sin embargo, todo ese caos está presidido por una torre enorme de vigilancia. Parece estar hecha de un material ignífugo, inexistente en nuestra época… ¡Cierto! ¿A qué año me he trasladado? 

Camino como puedo entre tanta devastación hacia el edificio. Tiene un marcador a media altura, ilegible con tanta contaminación. Y por si fuera poco, voy huyendo de unos mercenarios que buscan mi pescuezo a cambio de una jugosa recompensa hasta que doy con la entrada. El guarda me mira con ironía; me da la bienvenida entre risas. Me dice que me apresure en subir a la planta 1.111, último piso, que el Gran Maestro me espera: 

—Si no te importa, ten la deferencia de no parecer un embutido, alimento prohibido desde hace ya tres décadas y penado con cárcel.

Húmedo y meditabundo, me acerco al despacho. Ya dentro, no grito porque la voz se me quedaría en la puerta del espanto:

—¡Hola, mi yo de hace treinta años! Te preguntarás qué demonios haces aquí… 

Le agradezco que hable por mí… ¿«Mi yo de hace treinta años», dice? Pues que me cuente cómo hizo para aparentar tanta juventud. ¿Y sus gafas? 

El tío sigue, bueno, yo sigo hablando:

—Este es el mundo en 2055. Estás en el mismo día, 5 de mayo, pero tras treinta y cuatro años… Las células madre son la respuesta a tu pregunta; sí, te leo la mente por nanochips implantados en el hipocampo. Pero vamos a lo que nos ocupa y para lo que te he hecho venir. Escúchame atentamente: la gente como tú, con tantos caprichos tecnológicos, es responsable de este nefando paisaje. Tú decides de qué lado estás; tan solo quedamos ciento cuarenta y cuatro mil humanos…

……………

—¡Pedro, ¿dónde estabas?! –Es Conrado.

La lava me persigue y salgo escupido del portal. 

Solo decir que si es ese el futuro, mejor vamos reciclando aparatos; no será por falta de tiempo…

—¡Joder, tío! Pues, ¿cuándo empezamos?

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