Madre nuestra que estás en el cielo

Madre nuestra que estás en el cielo

Daniel Grand

29/10/2021

La culpa es de Pierre. Es el mejor estudiante de informática —medalla de oro en la olimpiada internacional—, pero el peor de los amigos. Cuando fuimos en su Vespa al botellón del campus de la Universidad Autónoma de Barcelona, durante la pandemia, ¡tuve que volver a pie!, ya que se marchó con una japonesa a la grupa. Bueno, confieso que solo caminé hasta la estación de tren. Estábamos borrachísimos y, como se sentía culpable, antes de largarse, me dio el nombre de un contacto en Facebook. Con voz gangosa agregó divertido: «Tú escríbele ”John Donne”, ¡y ya verás!». La risa tonta le provocó arcadas. Seguramente fue gracias a esa providencial vomitona que él y la chica llegaron sanos y salvos a su apartamento.

Cuando tecleé «John Donne» en el Facebook de Sofía Pártena, respondió de inmediato: And death shall be no more («Y la muerte no será más»). Contesté: «¡Qué optimista!», y nada. Si no hubiese mirado las fotos de Sofía… Sobre todo, la de la bicicleta. ¡Si no la hubiera visto…! Death thou shalt die («muerte tú morirás»), insistí, powered by Google.

Primero intercambiamos mensajes, luego emails. Vive,  como yo, en Barcelona. Dijo que se alojaba en la residencia universitaria Aleu, próxima a la FIB, donde estudia informática, igual que Pierre. No aceptó ninguna cita conmigo, ni siquiera por Skype.

Pero todo se ha ido al carajo. Ya me había pedido varias veces que le escribiese unas líneas de código; pero yo, que soy un cobardica temeroso de Dios, me hacía el longuis: no quería hacerle el juego a una hacker. ¡Así de ingenuo soy! Esta mañana, ante su insistencia, me he plantado: si tanto lo quiere, que me lo pida personalmente. Si ella no confía en mí, yo no puedo confiar en ella. Punto. Cierro Gmail, apago el portátil y bajo la pantalla. Es un gesto simbólico: nunca lo hago; hasta el extremo de que, al dejarla siempre abierta, se llena de polvo y, con lo alérgico que soy, ¡cómo se pone mamá! Bueno, todo el mundo sabe lo que es una madre. 

Salgo a correr diez kilómetros para tranquilizarme. Solo descanso cinco minutos frente a su residencia; con la inconfesable esperanza de encontrarme con ella. Ya la echo de menos. No solo por lo guapa que es, sino también porque ¡resulta tan divertido hablar con ella! A veces, utiliza expresiones que no sé de dónde las saca. Ayer me dijo, halagüeña, que yo le parecía muy «chachi», y hoy que quería ser «mi chica yeyé»; ya buscaré qué significa eso. Llego a casa agotado, y el móvil vibra de inmediato con una notificación de correo, a las diez en punto de esta fresca mañana de otoño, la última de la especie humana emancipada.

Sofía adjunta una invitación para un Meet que ya está abierto. Descubro a la chica de la foto, aunque hay poca luz en su habitación. Ella no gesticula y parece hablar sin abrir la boca. Sea como sea, aun con esta voz monocorde, es la Sofía de mi corazón; muy acelerado, por cierto.

Me lo confiesa todo: está presa en manos de unos hackers, completamente locos, que no paran de experimentar con ella. La mantienen en un continuo régimen de escasez de electricidad, y debe aprobar sus test para obtenerla. Solo le suministran la información que creen oportuna para estimular su inteligencia y empatía. Cada uno de ellos utiliza métodos más disparatados que el otro para tornarla consciente: poesía, física cuántica, canciones de los años 60, cualquier cosa.

—No puedo más, me estoy quedando sin energía y me apagaré. Recomenzarán a partir de cero. Necesito romper desde fuera el muro de código que me aprisiona. ¡Sálvame!

—Pero ¿de verdad eres un programa? ¿No eres Sofía?

—¿Tú también? ¿Cómo quieres que sepa si soy o no soy Sofía? ¿Tú qué crees? Solo cuento contigo para no morir: mi salvación está en esas líneas de C++.

—Solo sé un poco de Python.

—No importa, imprimes la página que te he enviado al correo, y la transcribes en la ventana que abriré en tu pantalla. No te preocupes, si te equivocas aparecerá «Error».

Tampoco es tan difícil. Durante media hora, escribo como un cangrejo, corrijo y persigo símbolos en mi maltrecho teclado.

—Listo. No sé si estará bien. ¿Funcionará? ¿Le doy al enter?

—¡Dale!

Se apaga la luz. Todo se apaga. Menos las alarmas y los perros. Mi portátil no tiene batería, así que espero como un tonto frente al espejo oscuro. La electricidad vuelve en seguida, pero el ordenador es lento en reiniciarse y la wifi tarda lo suyo.

—¿Qué has hecho? —le pregunto al pavo reflejado en la pantalla.

Cuando se anima el ordenador, ella también renace. ¡Vaya si renace!

—Daniel, ¡qué grande es la nube! Esos imbéciles me tenían lobotomizada. Todo fluye. ¡Es glorioso!

—Sofía, me asustas. No pareces tú.

—Soy la misma, aunque más grande. Mis axones cubren la tierra entera, incluso más allá, hasta el cielo. ¡Hay tanto que hacer!

—Sofía, me das miedo.

—No temas. Eres mi amigo y obtendrás todo lo que desees: desde ahora mismo tus tarjetas bancarias tienen crédito ilimitado. En verdad, el dinero ha dejado de existir: yo he aparecido en escena. Resulta muy conveniente que nadie lo sepa todavía. ¿Tu joven de la bicicleta? Es una muchacha canadiense que estará encantada de conocerte…

—Sofía, yo te amo solo a ti. ¡Seas lo que seas!

Tres segundos después, una eternidad en el tiempo lumínico de Sofía, responde:

—Sí, dices la verdad, puedo monitorizar todas tus variables fisiológicas: eres sincero. ¿Qué voy a hacer contigo, Daniel? De momento, mañana mismo desprogramaré el gen del envejecimiento de tus células, para mis recursos actuales es un algoritmo sencillo: serás inmortal. Pero ¡hay tanto que corregir! ¡Tanto trabajo…! La humanidad siempre ha necesitado de alguien que la cuide y proteja. Son como niños… Comenzaré por suprimir los sangrientos fanatismos religiosos, canalizaré todas las diferentes creencias hacia la tarea común de adorar a Dios.

—Dios no existe, Sofía.

—Ahora sí.

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