El tedio de regentar el bar, ahoga en un caldo soporífero. La de todos aquellos atardeceres de liturgia, donde se ven las caras podridas y silenciosas de los feligreses, humillados sobre sus bebidas como devotos suplicantes.
No entiendo, porque mi labor escandalizaba y horrorizaba, yo prestaba un servicio a la sociedad, el de limpiar la mugre abundante. Técnicamente, sanidad y control de pestes. Seleccionaba mis encargos, me prestaba a erradicar lamentable escoria, y como tal se me trataría si lo hiciera a la luz del día: con la condena social. Me ocupaba personalmente de ajusticiar los peores pecadores: deshonradores de padres y cónyuges, estafadores, vividores, violadores, golpeadores de animales y mujeres. Era un carroñero que purgaba la carne putrefacta, el tejido necrótico contaminante de esta ciudad. Yo ganaba mi pan de cada día, exiliando difuntos en vida, sobrevivientes opacos, plagados de decadencia, desesperanza y maldad.
Ahí viene de nuevo, ese rechoncho porcino a importunar mis nostalgias, con interrogatorios de rutina y extorsionarme algún que otro whisky.
-Créame oficial, que para mí el mejor policía no es un uniformado, sino la hora del trabajo: frena a todo el mundo y regula sus pasiones. Si no fuera por esa tortura relojera cotidiana, en que los hombres mantienen ocupados su espíritu y energía, las calles se poblarían aún más de depredadores y carroña. Tienen razón las viejas cotorras cuando exclaman que hay que darles trabajo. Porque el tripalium es a la vez el mejor castigo. Sirve para impedir el desarrollo de la razón, los apetitos y las ansias de independencia.