Hora de trabajo: ¿el mejor policía o el mejor asesino? “Un pago justo”.

Hora de trabajo: ¿el mejor policía o el mejor asesino? “Un pago justo”.

Cuervo Azur

26/03/2019

El tedio de regentar el bar, ahoga en un caldo soporífero. La de todos aquellos atardeceres de liturgia, donde se ven las caras podridas y silenciosas de los feligreses, humillados sobre sus bebidas como devotos suplicantes.

Cabeceo adormilado: sinfonía estrambótica, asediada por mandalas de rostros borrosos, vociferando como puerquitos chillones.

Pero no es una pesadilla, sino dulce trance narcoléptico. Estoy orgulloso de mi trayectoria, me hice un renombre. Era serio y profesional, y en el gremio me reconocían por practicar un método pulcro, sutil y detallista; mis afortunados, nunca alcanzaban a vislumbrarme: una máscara de médico de la peste, vapores tóxicos, jeringuilla, un afinado puñal envenenado. Un golpe incisivo, quirúrgico, directo a la retina, y la ambrosía olímpica endulzaba sus irrigaciones. Procedía destapando los globos, como un sacacorchos y la deliciosa cereza de la torta, la última pincelada, firma distintiva de mi obra maestra: dejaba reposar dos monedas antiguas en sus cuencas vacías, para que tengan con que pagarle a Caronte y un plácido viaje en barca por el Tártaro. A todo contrato terminado, concluía con mi frase de cabecera: “un pago justo”.

Pequeños y sencillos recuerdos. Aún refugio con ternura en el sótano, la colección de sus ojos y parpados, en los frascos de conservas.

No entiendo porque mi labor escandalizaba y horrorizaba, yo prestaba un servicio a la sociedad, el de limpiar la mugre abundante. Técnicamente, sanidad y control de pestes. Seleccionaba mis encargos, me prestaba a erradicar lamentable escoria, y como tal se me trataría si lo hiciera a la luz del día: con el anatema social. Me ocupaba personalmente de ajusticiar los peores pecadores: deshonradores de padres y cónyuges, estafadores, vividores, violadores, golpeadores de animales y mujeres. Era un carroñero que purgaba la carne putrefacta, el tejido necrótico contaminante de esta ciudad. Yo ganaba mi pan de cada día, exiliando difuntos en vida, sobrevivientes opacos, plagados de decadencia, desesperanza y maldad. Y así se me agradece el favor. Con los sicarios, ocurre como con las putas, hacen un buen servicio humanitario y aun así se los condena, denigra y trata como criminales. Lo mío era toda una vocación, no lo hacía solo para subsistir, era todo por “un pago justo”.

Pero a decir verdad, no estimo la dignidad del trabajo, porque no creo en la de la existencia humana. El fin del laborar no viene más que del visceral instinto de conservación, es una vergüenza necesaria. Siempre di por supuesto que la vida no tiene ningún valor, el hombre oculta vacuidad, es uno el que fabrica su ilusión. Pero sobran aquellos malagradecidos que se ocupan de degenerarla, por debajo del vientre de un parásito.

Por eso hay que reconocer que mi oficio tiene mayor valía caritativa, mucho más honorable y contribuyente que lo que hacen los vagos, corruptos e inoperantes funcionarios y empleados públicos del Estado. Si cuervito, una faena privilegiada, que no es para muchos, ni todos tienen estómago para ejecutarla.

¿Ahora que queda de mí? Viejo y retirado hace tiempo, la piltrafa de un manso borrego dominical. Amodorrado en un antro de mala muerte. Laureado en mis ensueños intermitentes de antiguas glorias. Atendiendo miserables. Antes los remataba, ahora los liquido de a poco.

Ahí viene de nuevo, ese rechoncho porcino a importunar mis nostalgias, con interrogatorios de rutina y extorsionarme algún que otro whisky.

-Así que comisario, usted quiere que le repita mi nombre, créame eso no importa. Por aquí todos me llaman el Corvo, en reconocimiento al título de este establecimiento: El Cuervo Azur. ¿Mi pasatiempo, o mi culpa? Ahora mismo, podría confesar mi delito, el de exprimir el fruto monetario y rebalsar de alcohol cada beodo hueco sin espíritu. Antes me dedicaba a recoger la basura de las calles, pero ello afectó gravemente a mi salud. Limpiar los desperdicios de otros, tiene sus consecuencias.

-Perdone mi humor rancio y amargo, uno se hace cínico a costumbre de intoxicarse a dosis con los malos tragos de la vida. Pero ya que tiene el atrevimiento de opinar de mi calvario, lo haré acerca del suyo. Créame oficial, que para mí el mejor vigilante no es un uniformado, sino la hora del trabajo: frena a todo el mundo, disciplina, y regula sus pasiones. ¡Santo sostén! Si no fuera por esa tormento relojero cotidiano, en que los hombres mantienen ocupados su espíritu y energía, las calles se poblarían aún más de depredadores y carroña. Tienen razón las viejas cotorras cuando exclaman que hay que darles trabajo. Porque el tripalium es a la vez el mejor castigo. Sirve para impedir el desarrollo de la razón, los apetitos y las ansias de independencia. Y es que erosiona repeticiones humanas en serie. Estruja lentamente, sangre, fuerza nerviosa, agresividad y sexualidad, y quita esa vitalidad al sexo, la reflexión, la meditación, la imaginación, las fantasías, al amor y al odio; nos pone siempre ante los ojos un fin despreciable, y concede satisfacciones fáciles y regulares. ¿Cuantos se conforman con una ocupación miserable, con tal de llegar a fin de mes y los que están en mejores condiciones, juntar su dinerito para comprarse algún juguetito?

-Para mí el crimen tiene su alimento en el ocio, es de lo que hay que cuidarse, porque presta tiempo a idear perversidades y lugar al peligro de todos los peligros: el individuo. De ahí, que digan que el ocio es la madre de todos los vicios. Por eso creo, que necesitamos dar más trabajo, y menos cárceles, jueces y uniformados.

-¿Pero por qué tendría que acompañarlo a la comisaría? ¿Por falta de respeto a la autoridad? Estoy comportándome bien, en mi hora de trabajo. El mejor policía, el único que me pudo detener, y el mejor asesino, aquel que fulminó mi prestigio pasado. Pero creo que cerraré el local por una temporada, me tomaré un descanso y me divertiré un poco. Unas humildes vacaciones, señor.

(Se desploma el comisario. Los habitués continúan imperturbables, inclinados sobre el fondo de sus vasos).

-Creo que el trago o tales verdades, eran muy fuertes.

Tanto fatigarse para enterrarse.

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