Ponía el reloj a las seis y media, aunque siempre me levantaba un poco antes de que sonase. ―Para que no se despierten las niñas ―me decía.

Mientras se hacía el café, fregaba los cuatro cacharros que hubiesen quedado de la cena y escuchaba las noticias en la radio de la cocina. Apenas tomaba nada con el café, aparte de una o dos pastillas para mis problemas de salud, que casi habían conseguido la categoría de crónicos. Me cruzaba con mi mujer en el pasillo, en un intercambio de destinos establecido por la costumbre: ella a la cocina y yo al cuarto de baño.

En una hora, más o menos, habíamos dejado a las niñas desayunando y estábamos los dos en la calle. El frío de la mañana deshacía las últimas telarañas del sueño y nos disponía para otro día de trabajo. Caminábamos juntos hasta la parada del autobús, donde cogíamos líneas diferentes. Cuando llegaba el de alguno de los dos, nos despedíamos hasta la noche: trabajábamos demasiado lejos de casa como para volver al mediodía, y las niñas comían en el colegio.

―Que tengas un buen día, cariño. Luego hablamos ―solían ser las últimas palabras al separarnos.

―Acuérdate de pasar a recoger… ―ya desde el autobús, eran las definitivas.

Trabajaba en una oficina técnica de ingeniería, especializada en proyectos y licencias de obra. Mi trabajo me gustaba. No es que fuera gran cosa, ni que me pagaran lo que merecía, o creía merecer, pero allí me encontraba en lo que ahora llamarían mi “zona de confort”, que para mí consistía en mantener una buena relación con la gente de la oficina y sacar adelante mi trabajo con un esfuerzo razonable.

Los viernes ―aquel día era viernes―, aunque no teníamos las tardes oficialmente libres, solíamos dar por terminado el trabajo al final de la mañana y juntarnos a la hora de la comida alrededor de unas tapas y unas cervezas, de pie en la barra del mismo bar donde comíamos a diario. Era como una especie de fiesta semanal de la cosecha, donde desinhibirnos entre colegas y desconectar para el fin de semana.

Aquel viernes, unos minutos antes de apagar mi ordenador y recoger mi mesa para marcharme, me llamó la secretaria del gerente emplazándome en su despacho. No le di mayor importancia: no era la primera vez que se acordaba de algo a última hora y me lo encargaba para el lunes siguiente.

―Id saliendo vosotros ―les dije a los demás―, que el jefe quiere verme. Pedidme una cañita que ahora mismo bajo.

No llegué a tomarme aquella cerveza con mis compañeros. Ni aquella ni ninguna más. De hecho, no he vuelto a tener compañeros de trabajo.

Desde entonces no pasa un día de mi vida en el que no eche la vista atrás, intentando detener el tiempo justo antes de entrar en aquel despacho. Como si fuera posible cambiar el pasado.

Sigo poniendo el reloj a las seis y media, y me sigo levantando un poco antes para que no se despierten las niñas.

Mientras se hace el café, friego los cuatro cacharros de la cena y escucho las noticias. No tomo nada con el café, solo las pastillas para mis problemas de salud crónicos. Me cruzo con mi mujer en el pasillo, como si nada hubiese cambiado: ella a la cocina y yo al cuarto de baño. Pero ahí termina todo.

Cuando salgo del baño, todavía en pijama, despierto a las niñas y les voy preparando el desayuno. Me gusta hacerles tostadas y estar un rato con ellas, preguntándoles por sus cosas. Mi mujer entra un momento en la cocina a darles un beso antes de marcharse al trabajo. La acompaño hasta la puerta y nos besamos flojito, casi sin tocarnos, para que no se le estropee la pintura de los labios.

―Que pases un buen día, cariño. Cuando tenga un rato te llamo ―suelen ser sus últimas palabras al separarnos.

―No te olvides de comprar… ―ya desde el portal, son las definitivas.

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