Caminaba por una vetusta carretera. A paso lento, sus tacones se hundían en el espeso barro. Hileras de maleza embadurnada adornaban los linderos del sendero. Recién amanecía. A pesar de todo este era el único camino para llegar a las instalaciones de la empresa. Su cabeza recién peinada era bañada por una tenue llovizna que había persistido toda la noche anterior. El camino era largo, y aún faltaba un buen trayecto por recorrer. Su sastre de color rojo carmesí comenzaba a humedecerse de manera casi imperceptible. Avanzaba casi por inercia, y el camino se dibujaba ante ella como un lienzo opacado por la niebla y la llovizna.

Reflexionaba, y en su mente se entrecruzaban imágenes de todo lo que había vivido en la última semana. Su esposo, indolente bastardo, la abandonaba a su suerte con su hijo de 2 años. Su madre, quien más que un apoyo insistía en ser una molestia ante los problemas económicos que estaban sorteando. Su mejor amiga, repitiéndole que esperara un poco y buscara una mejor alternativa, otra cosa que hacer. Nada, el hambre no da espera. Tampoco el casero. El niño necesitaba comer y su lisiada madre medicamentos. Sabía que su esposo, quien a la práctica ya era su ex esposo, no iba a girar un solo centavo. A sus 27 años se encontraba encerrada, atrapada, condenada a sacrificarse por los dueños de su afecto. Al pensar en todo esto, un haz de amargura le alumbro el corazón, aunque su cara no podía reflejar más dolor. Todas estas penurias le habían envejecido de manera prematura, si bien no le despojaban de su belleza, madurada con los años y los problemas. Levantó su rostro húmedo y con sus ojos cristalizados, hizo de tripas corazón y apretó el paso hacia su terrible destino.

Sentado, un hombre obeso, de cara grasosa y gruesas facciones, esperaba ansioso en su trono burócrata. Era el jefe de recursos humanos de la empresa más grande —tal vez la única— de la población, que por causa de su distancia de la ciudad veía en la extracción de minerales el único sustento de sus habitantes. Una plaza de operario en este lugar era un privilegio que costaba caro, muy caro. Encendió un cigarro para calmar la ansiedad, y sonrió lujurioso al recordar que ya todo estaba listo. Había mandado a preparar la bodega de dotaciones con un colchón y un par de mantas. Había ordenado que el guardia de ese sector no se apareciera por allí desde las siete hasta las nueve de la mañana. Su poder lo llenaba de orgullo. Un chasquido de sus dedos y todo había sido dispuesto como él lo había ordenado: Por firmar un contrato de operario, de los que podía efectuar decenas, se iba a dar gusto como hace mucho no lo hacía. Las últimas mujeres que había contratado eran por lo general obesas, poco atractivas, y pasaban ya de los 40 años. No era muy placentero. Pero hoy era diferente. Hoy sí se daría gusto. La mujer a la que iba a recibir era hermosa, un poco delgada, pero con una figura que despertó sus instintos más bajos desde que la vio en la primera entrevista. Le había prometido que si se acostaba con él, sería contratada de inmediato, luego de dejarle en claro que de negarse, se encargaría de que no pudiera trabajar ni siquiera en el municipio vecino, situado a dos horas de distancia. Ella había cedido de manera sumisa después de una leve y amarga meditación. Hoy, firmarían el contrato, se efectuaría el arreglo y la mujer comenzaría labores mañana. Pensaba el hombre que, con un poco de presión, podría lograr repetir el encuentro de manera periódica. Al fin y al cabo, a nadie le importaba lo que pasaba en este pueblo olvidado. Ni siquiera a sus propios habitantes. La sola idea del encuentro con esa mujer le subía la sangre a la cabeza, le llenaba de fuerza, de ímpetu. Sonó el teléfono y supo que ya no tendría que esperar más.

Con el cabello mojado, y gotas de lluvia que pendían de su vestido como diamantes en un ostentoso collar, cruzó la recepción. No dio cuenta de la mirada odiosa de la secretaria. Tampoco se fijó en que sus tacones se abrazaban de manera intensa con sendos terrones recogidos en el camino. Sencillamente se limitó a escuchar la indicación. Debía ir a la oficina y una vez allí moverse con cautela hasta la bodega de dotaciones, en donde pagaría el precio de su desgracia. Cuando el momento llegó, volvió a levantar la cara, tragó la saliva amarga que le llenaba la boca, contuvo el asco y fue, diligentemente, a enfrentar su destino.

A las once de la mañana el paisaje poco había cambiado. La llovizna se empeñaba por cubrir todo de agua y tristeza, y su incesante golpeteo castigaba las tejas metálicas de un caserío que imperaba en una pendiente a la salida del pueblo. En una de sus casas, una anciana apoyada en un bastón trastabillaba de lado a lado de una habitación, enfriando el biberón de un pequeño que yacía descubierto a pesar del frío en una destartalada cuna. La anciana no cesaba de quejarse, y el niño no cesaba de llorar, componiendo de esta manera la triste escena que se repetía todos los días en aquel lugar. La anciana, presa de la impaciencia, se preparaba para obligar al niño a tomar el biberón, aún hirviendo. La madre del niño, hecha un desastre por fuera y por dentro, irrumpió en el pobre hogar deteniendo el patético cuadro. La anciana la recorrió de arriba abajo con la mirada, y entregándole el biberón, le espetó con desprecio:

—¿Cómo le fue?

La joven mujer, cuya moral no podía decaer más en ese momento, apartó del camino a la anciana y le arrebató de las manos el biberón; y para no tener que explicar más de la cuenta, simplemente se apresuró a decir:

—No se preocupe, ya conseguí trabajo.

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