Bajan dos vikingos y una mujer que empuja un perchero, en el fondo queda un canasto con copas, platos, fuentes y botellas de papel. ¡Sube! ¡Sube! gritan y corren dos hombres con calzas, maquillaje y zapatos de baile. Trabajar en un teatro es así. En el ascensor puede suceder cualquier cosa.

Bailarinas con tutús de ensayos se acomodan los mechones de cabello en un moño. Se escucha de fondo un pianista que hace la primera lectura de una obra. Un grupo numeroso de mujeres en medias y zapatones de abrigo se desliza por la rampa del desnivel entre las salas de ensayo. ¡Comienza la clase! anuncia el regente.

Por los llamadores se escucha la afinación de los instrumentos en el foso. ¡Cinco minutos para comenzar! se oye en los parlantes. Seres azules con características mitológicas y mujeres seductoras toman por asalto los elevadores o corren por las escaleras.

En el piso superior, casi a oscuras, los cinco ascensores que funcionan escupen personas con trajes. Los músicos de la orquesta vuelven del descanso.

Cuentan que una vez hubo dos momias, sillones, tachos de pintura, cajones con zapatos, vestidos varios de distintas épocas, un Presidente con su custodia, un Quijote y un Sancho Panza, dos taberneros, algunas hermanastras, monjas, obispos, mujeres lloronas, brujos, cisnes en zapatillas de baile, un elefante en miniatura, un duende, butacas, bicicletas y un fotógrafo al que le gustan los autorretratos en el espejo.

Quizás como paradoja, o seudo homenaje, en este nuevo edificio nunca funcionan todos los ascensores. El teatro que fue destruido por un incendio y la represión militar de la última dictadura, que entendió que una usina de arte también es una usina pensante, recibía a los espectadores con una imponente escalera de mármol de carrara, típica en los diseños italianos antiguos.

Ahora, el monumental edificio de hormigón “a la vista” de 5 plantas elevadas y 4 subsuelos que ocupa una manzana completa, tiene seis ascensores para público y otros ocho separados en dos torretas con escaleras, todos de acero con espejos. Aunque, gracias a los recortes presupuestarios que sufren los organismos públicos culturales, solo funcionan la mitad.

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