Cada día lo mismo: apagar el despertador, arrastrarme fuera de la cama, ducharme, comer algo a la fuerza, vestirme sin ganas y dirigirme, a paso rápido, a la parada de guaguas con el cuerpo agarrotado.

Media hora más tarde: abrir con temor la puerta de la oficina, saludar a mi jefa -sabiendo que no va a responderme, ni a mirarme-, encender el ordenador y sentarme para atender las numerosas llamadas telefónicas del contestador e intentar resolver el papeleo oficial pendiente, mientras el nudo que habita en mi estómago se cierra más y más.

Tres horas después: notar la parte alta de la espalda contraída, empezar a hablar sola, mirar de reojo a mi jefa y descubrir que ya se ha ido, aprovechando para correr hacia los aseos, sin coger el teléfono que, en ese preciso momento, suena y suena…

A las 18.00 horas en punto: cerrar la oficina (sin haber terminado con los expedientes acumulados), respirar hondo (por primera vez en toda la jornada), encaminarme hacia la estación y esperar por «la 10» con la mirada ausente.

Durante todo el trayecto, y también en mi apartamento, no dejo de darle vueltas a la cabeza con los asuntos del día. Aquello que me faltó cumplimentar, la dificultad que no solucioné, el tono agresivo del cliente habitual o lo que no me dice jamás mi jefa.

Cuando me doy cuenta… han pasado las horas y no he hecho más que ir de una idea a otra. No he cocinado, no he ordenado, no he salido a comprar ni a dar un simple paseo… Nada. Estoy siempre agotada porque mi cerebro no se detiene y, encima, me he convertido en una adicta al sofá. No soy capaz de distraerme y sigo comiéndome el coco hasta que ceno algo (por compromiso) y me dirijo a la cama.

Al acostarme, lo de siempre: ver el lecho vacío como un premio al esfuerzo, tratar de leer un poco sin lograr concentrarme, buscar algún programa interesante en la radio y apagarla sin encontrarlo, suspirar, recordar lo bien que me sentía hace unos años, dar vueltas y más vueltas en la cama, decidir tomar un somnífero y desconectar por fin

Para ser sincera, no sé cuándo comencé a vivir así. Quizá fue al perder mi tienda de productos ecológicos, quizá fue al marcharse mi novio de casa, quizá fue al morir mi gato… No tengo ni idea pero fue hace unos pocos años… A lo mejor 2 ó 3. Lo que está claro es que mi trabajo no ha solucionado ninguna de mis frustraciones, sino que las ha incrementado más aún.

No me gusta nada trabajar en la gestoría, pero tengo que cumplir con el contrato firmado. Después de todo, me han «enchufado» en la empresa y no puedo largarme sin más. Tuve que recurrir a esa ayuda porque no me quedó otro remedio. La crisis económica dificulta la búsqueda de empleo a personas con mi perfil. Es un hecho.

Algunas veces me gustaba imaginar que viajaba lejos, muy lejos, y empezaba de nuevo en algún pueblo pequeño, sin presiones, sin estrés, sin compromisos y sin espada de Damocles… pero pronto caía en la cuenta del obstáculo que representaba mi edad. No, ya no estaba para comenzar desde cero. Pronto cumpliría 60 años y no contaba con ahorros para respaldarme. Bueno, ni con ahorros, ni con autoconfianza, ni con propósito, ni con ilusión, ni con… ¡Uf!

¿Para qué ocultarlo? Estaba más muerta que viva. Y, sin embargo, sentía intensamente una emoción, un sentimiento que me dominaba, que me paralizaba por completo, que me anulaba: un miedo incapacitante. La sensación de estar atrapada para siempre en un minúsculo agujero del que no voy a salir nunca.

Si pudiese hacer algo… si tuviese al menos el valor mínimo que necesito para comunicarme, cambiar de escenario, tomar decisiones… o, al menos, para ser como era antes… alegre, fuerte, decidida y emprendedora. ¿Por qué he cambiado tanto? ¿En qué momento perdí las riendas? ¿Qué me ocurre?

Sonó el despertador, como cada mañana: Las siete y media ya. Empieza la función: saltar de la cama, calzarme las zapatillas, ir a la ducha a regañadientes, vestirme, preparar el desayuno, masticar sin apetito…

Pero hoy había algo diferente en la función. Estaba creciendo en mi mente una idea nueva, un pensamiento que tomaba más y más fuerza, un personaje osado que exclamó en voz alta: «¡Voy a tener valor!«. «Hablaré con mi jefa, aunque sea también mi hermana. ¡Sí, he de hacerlo! Le diré cómo me siento y lo que necesito hacer para acabar con esta pesadilla».

A través de la ventana de la oficina (un círculo acristalado de un metro de diámetro) se apreciaban dos siluetas femeninas. Una de ellas estaba sentada con las piernas cruzadas y la otra, de pie, estaba hablándole sin gesticular:

– Sí, Laura, ya sé que has sido la única que me ha ayudado y te estoy inmensamente agradecida. Sí, también sé que tengo que compensarte y te aseguro que lo haré, pero… ¿sabes qué pasa? Que ya no puedo continuar más con esto, así de simple. O tú o yo. Y hoy, precisamente hoy, voy a apostar por mí, tesoro. Me lo debo. Fuera la culpa, fuera el dolor… y, lo más importante de todo, ¡fuera el miedo!

La otra mujer descruzó las piernas muy despacio, se levantó y la abrazó mientras le susurraba: «Por fin has despertado, cariño. Bienvenida a la Tierra».

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