Hacía mucho tiempo que comentaban un buen elenco de políticos de imponer un salario mínimo universal, y así tener «subvencionadas» a las clases bajas y medias y tenerlas atadas al aparato del estado, en parte supuestamente debido al incremento de la tecnología y la robótica. Sven, lo llevaba escuchando hacía ya más de 25 años, y ese momento nunca había llegado. no es que no le gustara trabajar, es más, amaba parte de su trabajo, pero la carga impositiva no había parado de aumentar y ahora había que trabajar casi 10 meses al año solo para poder pagar impuestos y lo de trabajar 30 horas o menos a la semana era solo privilegio de funcionarios de alto rango y políticos, los demás tenían que trabajar mínimo 50 horas semanales, sin tiempo para dedicar a la familia ni a la autorealización personal. A pesar de todos los avances científicos y de estar ya bien entrados en el siglo XXII la situación laboral solo había empeorado, los sindicatos eran parte del organigrama estatal, las cuentas estaban controladas por la hacienda pública y el dinero en efectivo había dejado de existir.

Sven Gilabert, cuyo nombre se lo pusieron por su bisabuelo, se podía considerar afortunado. En un planeta habitado por más de 25.000 millones de personas, él disponía de un hogar, heredado de los abuelos de sus bisabuelos, con más de 70 m2, en el que convivía con su mujer, Andrea, su padre, su suegra, sus 2 hijos y un gato siamés de 12 años. Por él hubieran tenido más mascotas pero hacía ya 10 años que las mascotas se habían prohibido por la tuberculosis porcina y solo existía una moratoria para los que ya las tenían registradas, previo pago claro de una tasa de 1.000 copernicos (que así se llamaba la moneda digital mundial que imperaba en el mundo, en honor a Nicolás Copérnico, el primer formulador de una teoría heliocéntrica coherente).

Lo único de positivo dentro del panorama laboral vigente es que, salvo excepciones como los sanitarios, empleos técnicos de mantenimiento y las fuerzas del orden, el horario era ininterrumpido. Comenzaba a las 7 de la mañana y a las 5 de la tarde ya podía volver a casa, jugar con los amigos al backgammon (juego milenario de origen posiblemente sumerio que estaba de nuevo de moda) en rondas eliminatorias en alguno de los bares autogestionados por robots tremendamente amables o a pasear en cualquiera de los cientos de parques flotantes de la urbe en la que le había tocado vivir cuyo nombre no lograba recordar. Sus hijos andaban todo el día pegados a la holovisión a través de la cual recibían las lecciones directamente en el salón de su casa. Los colegios físicos habían dejado hacía tiempo de existir.

Se levantaba cada mañana a las 6 en punto, en 15 minutos estaba listo, salía un rato a respirar aire fresco a la terraza del megaedificio 314 de la avenida Adolfo Suárez y se despertaba del todo haciendo una breve carrera de 5 minutos sobre una de las plataformas andadoras que estaban esparcidas por doquier. Luego tardaba exactamente 29 minutos en llegar al trabajo, un lugar siempre excesivamente iluminado donde la temperatura era de 22 grados todo el año. Su trabajo era controlar los desvíos del sistema de las quejas de los clientes de una multinacional de alimentación. Como todo estaba informatizado, muchos puestos se habían perdido, pero a pesar de ello había que controlar a las máquinas, que siempre cometían fallos o no sabían responder a las preguntas de muchos clientes. Su trabajo era sencillo pero le permitía escuchar no solo las quejas de los clientes sino también muchas de sus historias ya que muchos, aparte de soltar improperios a las condenadas máquinas, llamaban para contar sus historias. La sociedad se había alienado demasiado y al tenerlo todo tan a mano y a un golpe de click las relaciones sociales se habían limitado a lo laboral y al año sabático que todo el mundo estaba obligado a tomarse a los 21 años de edad, donde era obligatorio conocer a 50 personas de tu entorno de ambos sexos para imponer unas mínimas relaciones sociales duraderas y no condenar a la sociedad al ostracismo.

Sven realizaba su trabajo con exquisito cuidado, llamando personalmente a cada cliente descontento y ejerciendo en muchos casos de psicólogo de personas que no conocía, tragándose los problemas de innumerables seres que no encontraban a nadie con quien poder hablar de lo que les atormentaba. Su padre y su suegra, ambos octogenarios, y gracias al descubrimiento de la cura de la demencia, también trabajaban pero solo 30 horas horas semanales, dada su avanzada edad, y trabajaban mano a mano con él como subordinados pero desempeñando la misma labor; dichos puestos los había conseguido él gracias a su jefe y antiguo compañero Pablo, al cual salvó la vida años atrás practicándole la maniobra de Heimlich.

Las empresas eran todas ahora privadas, pero tenían una especie de control público, un organismo de supervisión que evitaba las sobreexplotaciones. Ya no se echaban horas extra, ni era posible echarlas tampoco, nadie cobraba más que otro al mismo nivel de trabajo ni por cuestión de género, credo o raza. El nivel social que podías alcanzar venía, como casi siempre, definido por el seno de la familia en la que nacías y por quién conocías. La mayoría vivía en un pseudoestado de perenne esclavitud, con las mentes aletargadas por labores en muchos casos repetitivas y por tener todo lo demás hecho. No había que pensar, ni preocuparse por facturas de luz, agua, ropa o comida. Todo venía incluido dentro de los impuestos. Un mes de vacaciones, 2 días libres a la semana, un mes de salario para ahorrar para poder tener algún capricho y el resto era todo para alimentar la voracidad del estado. Sven, mirando por encima de la pantalla de su escritorio solo veía cabezas, parecían hormiguitas alimentando a la reina madre que era el gobierno, eran hormigas de barro.

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