Aquella mañana, Gambarte compró tabaco y un encendedor nuevo. La noche anterior había arrojado ambas cosas a la basura tras proponerse una vez más dejar de fumar. Sentado a la mesa de un bar, antes de entrar a la oficina, encendió un cigarrillo mientras tomaba café. Le parecía estar atrapado dentro de una miríada de ciclos infinitos, propios y externos, sin poder hallar la vía de escape.
Antes de salir de casa había leído en un boletín de la Cámara del Software: «Sueldo de programador Junior ronda los $23000 promedio».
¡El suyo no alcanzaba a los $15000 por mes, aunque no era programador Junior! ¡Y podía considerarse por debajo de la llamada «línea de la pobreza»! ¡Casi no lograba cubrir el presupuesto familiar aun compartiendo gastos con sus suegros!

Había comenzado el año con el lavarropas fundido y el aire acondicionado averiado en pleno verano. Logró solucionar ambas cosas, solicitando un préstamo a devolver en doce cuotas y gastando parte de sus ahorros; ahorros que provenían de la ayuda de sus hermanos.
Estas podían ser consideradas situaciones circunstanciales, porque la lucha más intensa la tenía consigo mismo: sufría al pensar que en Revert, su categoría era de Analista (un cargo superior), pero percibía un sueldo inferior al de un programador Junior.

Su pulso se aceleró. Se contuvo pensando que era mejor poner los sesos en frío. El reconocimiento no existía, el pago podía no ser bueno, pero era lo que tenía, y mejor que nada.

Tomó el periódico de la mesa contigua y al repasar sus páginas se enteró que hoy comenzaría la huelga de los empleados bancarios, en reclamo de un aumento en los sueldos. ¡Aumento!, se dijo a sí mismo.
– ¡Pero si un empleado bancario que recién comienza gana, por lo menos, tres veces más que yo!.
Gambarte se dio cuenta de que estaba hablando y un pequeño rubor asomó en sus mejillas. Atisbó a un lado y a otro. Estaba solo.

Con los bancos cerrados, la semana siguiente cientos de personas, jubilados en su mayoría, se acumularían para cobrar. Largas filas, larga espera, bajo el sol, bajo la lluvia, o quizás el clima tendría piedad.

Eran los daños colaterales del sindicalismo argentino desarrollado en torno a actividades económicas fuertes. Porque, por ejemplo: ¿alguien amparaba a los empleados como él, cuyos sueldos eran pobres? ¿O a esas personas mayores que tendrían que penar para cobrar?
Los vulnerables, los que hablan pero no son oídos, suelen ser los rehenes de estas tramas obscenas y obscuras, pensó Gambarte, mientras recordaba que no hacía mucho, los colectiveros habían dejado de circular dos días, reclamando también un incremento a sus abultados salarios.
En aquella oportunidad, los usuarios a pie, bastante molestos, expresaron su parecer: «una argucia empresaria en connivencia con el sindicato».
Los primeros solicitaban al Concejo Municipal que aprobara el aumento del precio del pasaje. El Consejo no trataba el asunto por parecerle escabroso.
Tras agotar la poca paciencia que tienen los empresarios cuando se trata de dinero, se excusaron que la recaudación no alcanzaba. El sindicato convocó una huelga estacionando los coches en las calles de la ciudad y generando caos, y el precio del pasaje aumentó en menos que canta un gallo.

Estas subas de servicios: luz, gas, teléfono, pasajes, etcétera, generaba inflación. El Gobierno había prometido, durante su campaña electoral, combatirla y reducirla. Pero la devaluación del salario parecía galopar sobre un caballo de carrera, mientras los sueldos como los de Gambarte, corrían montados en un pony.

Resumiendo y dejando aparte la clase alta, existía un sector medio con muy buenos haberes, pidiendo incrementos; y una clase baja, con sus restricciones, excluida de una reparación salarial, pero tributando igual que las demás.

A estas alturas, Gambarte leyó sin sobresalto que el Ministro encargado de regular a nivel nacional el precio de los servicios mencionados, el señor Aranguren, tenía su dinero en el exterior y explicaba sin disimulo que lo repatriaría «cuando Argentina fuera confiable».
Confiable. Qué cosa más interesante, pensó Gambarte. Este gobierno con el eslogan: «cambiemos», tenía un miembro que no confiaba en el país, pero que pedía fe en el «cambio».

El celular de Gambarte vibró.
– Fijate si podés hacer las pruebas de lo que construimos ayer.

Era González, su compañero. A ese «Fijate si podés…» Gambarte lo conocía muy bien, por la expresión del rostro y el tono de voz de González cuando lo decía en persona.
– González, cómo andás. Vení a tomar un café, así charlamos unos minutos.
La doble tilde azul y la ausencia de respuesta dejaron en claro que a González no le interesaba en lo más mínimo la invitación.
Gambarte tenía el mismo rango que González. Gambarte no era el responsable de realizar las pruebas. Gambarte había sido incorporado al proyecto como Analista por necesidad de la empresa, aunque su paga fuera la misma que antes. A decir verdad, Gambarte se sintió un pelmazo y casi escribió un mensaje ultrajante a González.

Logró dominarse a tiempo. La recesión laboral se hacía sentir y sabía que no tenía más opciones por ahora. Un nuevo trabajo sería difícil de conseguir.

Ese viernes se deslizó con disimulo, como tantos otros días. Por la cabeza de Gambarte sobrevoló un deseo intenso de aire fresco, una vida libre de ciclos infinitos de frustración.

Al salir del trabajo, regresó a casa caminando lentamente entre las calles que atraviesan el Parque de la Libertad.

Vio con asombro -aun no había perdido la capacidad para asombrarse- nacer una grande y blanca luna redonda.

Con callada furia agachó la cabeza y pensó, por un instante, en unirse a alguna manada de lobos saqueadores.

Imaginó la escena. Le causó repugnancia.

Conservaba consigo la entereza moral de ser un hombre en aquella selva hostil. Después de todo, ¿quién podía saberlo?, alguna puerta que él no alcanzaba a ver se encontraba abierta a la vuelta de la esquina.

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