Cero noventa y dos

Cero noventa y dos

Eme de Moya

04/04/2018

Llevaba trece días intentando dejar de fumar, Carmen tuvo la idea. Según ella ponerse una meta conjunta fortalece a la pareja y, la verdad, era una buena oportunidad para los dos de colgar el mal hábito. Nos lo planteamos como un concurso: el que antes fumara tenía que invitar al otro a una cena.

Así que en las pausas entre llamadas me metía en la boca chicles de nicotina a medio masticar porque a mi jefa no le parecía de buena educación que alguien atendiera una llamada de socorro mascando y sorbiendo saliva y yo no tenía argumentos para sostener lo contrario, con lo que el chicle iba viajando entre mi boca y una servilleta junto al teclado del ordenador.

Pese a lo irritable de mi situación me las apañaba bastante bien para que no se notaran en mi tono de voz la ansiedad ni la ira biológica de un cuerpo en síndrome de abstinencia, y por suerte siempre estaba ese momento que me alegraba el turno en el que alguien empezaba la conversación diciendo “Hola, señor agente…”, sin saber que el individuo al otro lado del teléfono, lejos de ser un policía, era un chaval de veintitantos con una camiseta de Ledd Zeppelin, los pies encima del escritorio y una peli de zombies recién pausada para poder atender la llamada mientras se sacaba un chicle de la boca. Yo obviamente les seguía el rollo, ponía mi voz más grave y seria y les dejaba vivir en su fantasía.

Entre las diez de la noche y las seis de la mañana las llamadas que más se reciben en el 092 de la Guardia Urbana de Barcelona son principalmente quejas por ruido, robos de móviles a turistas, borrachos meando en la calle y cosas así, pero esa noche me entró una llamada del 112 —número de emergencias generales— que se encontraba en la planta superior del mismo edificio.

Pausa película.

Saca chicle.

— … ceronoventaydosGuardiaUrbanadeBarcelonaenquepuedoayudarle?

Había repetido tantas veces esa frase en el último año que a veces contestaba así al móvil.

—Hola, soy Ángel, del ciento doce, es para reportar una llamada de suicidio. –La voz en mi oreja sonaba seca, desganada y con un toque chulesco.

—De acuerdo Ángel, dime la dirección.

—Es en Carrer Albareda ciento veinte. Varón de treinta y dos años. Dice que está en el balcón, al parecer lo han echado del trabajo. No sé, hablaba muy rápido.

Introduje los datos en el programa de incidencias para mandarlos a la central, pero me apareció un error.

— Ok, Ángel, me da error la dirección. El Carrer Albareda solo llega hasta el número veintiséis en los pares. ¿Puede que sea Carrer de L’Albareda? Es otra calle con el nombre muy parecido, ¿o a lo mejor te ha dicho otro número?

—A ver, yo te digo lo que me ha dicho él –contestó Angel acentuando la chulería de su tono.

—Pero me has dicho que hablaba muy rápido, a lo mejor no se entendía bien, no sé… –dije respirando hondo.

Ángel soltó un soplido. —¿Le pregunto otra vez?

—Sí, por favor –contesté–, dile a tu compañero que le pregunte, a ver si podemos mandar alguien rápido mientras lo calmais.

—¿Compañero? ¿Qué compañero? –preguntó Ángel, vacilando.

— El que lo esté atendiendo ahora.

Y aquí hubo un silencio. Un silencio que me heló la sangre a la vez que me la hizo hervir. Y después del silencio la respuesta que me temía.

—No hay nadie hablando con él.

—¿¡Le has colgado el teléfono!? –Me levanté de la silla, lleno de rabia e incredulidad, me metí el chicle de nicotina en la boca de forma instintiva y empecé a masticar a varias revoluciones por minuto.

—No, claro que no –dijo Ángel con más calma que el Dalai Lama–, tengo la llamada retenida. Espera que le hablo. –Y me dejó en espera.

Imagina que estás en una situación tan desesperada que decides que ya está bien de vivir, que se acabó, pero en un último momento de lucidez haces una llamada para que alguien te saque de tu nube negra, te convenza de que no lo hagas y te mande ayuda.

Ahora imagínate que ese alguien es aquí el amigo Ángel, con su tono de tertuliano de Telecinco, y que cuando le cuentas los detalles del peor momento que posiblemente hayas vivido te dice: “de acuerdo, manténgase a la espera, por favor” y te deja con una versión en MIDI de Para Elisa.

—Pues ha colgado –dijo Ángel en el auricular como si hablara por un plátano–, si vuelve a llamar te lo paso y hablas tú con él. Venga, hasta luego. –Y colgó.

Diez segundos.

Pasaron diez segundos de reloj antes de que todos los teléfonos de la oficina empezaran a sonar con gente llamando para avisar de que un hombre había saltado de un balcón en Carrer de L’Albareda.

Ahí se me fué.
Me desconecté, me saqué los auriculares y escupí el chicle en la papelera mientras mi jefa me preguntaba que a dónde iba.

No contesté.

Salí de la oficina, subí al piso superior y pregunté por Ángel.

Nunca nos habíamos visto antes, pero en el momento en que me vio, supo quién era yo. Lo sé por cómo abrió los ojos y la boca de su cabeza sin cuello y sin pelo intentando decir algo antes de recibir la primera bofetada.

Pensé en darle un puñetazo pero al final me decanté por las bofetadas, por el grado de humillación que implican. Fueron tres, en el mismo lado.

Cogí el paquete de Winston que había en su mesa y me fui escaleras abajo encendiéndome un cigarro, y cuando el humo inundó mis pulmones por primera vez en casi dos semanas me senté en un banco de la calle, saqué el teléfono y desperté a Carmen a las tres y pico de la mañana.

–Te debo una cena – le dije mientras aparecían las primeras lágrimas.

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