El día 8 de marzo me levanté para ir a trabajar, como hacía todos los días.

Al bajar las escaleras de mi edificio saludé a Julia, la portera, pero nadie me contestó. Miré por la portería, pero no había ningún rastro de ella. Se habrá puesto mala, pensé.

Cuando llegué a la calle me di cuenta de que algo raro pasaba. La cafetería en la que siempre desayunaba estaba cerrada y la panadería de al lado también. ¿Será que es fiesta? Pensé. Pero también había negocios abiertos, no tenía ningún sentido. Y además era un jueves normal de marzo.

Seguí andando hasta la parada de autobús en la que siempre cogía la línea 2, y qué sorpresa cuando también la conductora que ya conocía había sido sustituida por un hombre con bigote, no tan simpático como ella.

Observé a mi alrededor en el autobús, solo había hombres y todos me miraban extrañados. Me miré el pelo, los pantalones e incluso me abroché el botón de la camisa por si se me veía un poco el escote. Pero qué va, seguían mirándome y cuchicheando entre ellos. Pensaba que me estaba volviendo loca, así que me bajé en la siguiente parada y seguí caminando al trabajo.

El sonido de mis tacones era lo único que se escuchaba en la calle. Los zapatos de los hombres pisando las aceras eran imperceptibles a mi paso. Cada vez que andaba, el clac clac resonaba en mis oídos como eco.

Cuando llegué a mi oficina me di cuenta de todo. Mariví la recepcionista no estaba. Ana, Eva, Sonia, Cris y Auxi, las diseñadoras tampoco. Ni Silvia ni Olga ni Clara, las encargadas de atención al cliente. Teresa y Yolanda, las financieras, tampoco. Solo estaban Paco, Pablo y David los artes finalistas, Pepe, David y Jorge los tres directores creativos, Guillermo, el director de atención al cliente, Dani, el director de estrategia y los informáticos.

De mujeres solo estaba yo, la jefa.

Y entonces me di cuenta.

Había olvidado todo por lo que había luchado, por llegar a donde estaba. Por sentirme escuchada, valorada. Había dejado toda mi vida de lado por llegar a ese puesto.

Había dejado a mi pareja, porque cuando hablamos de tener hijos, mi trabajo era el único hijo del que quería cuidar.

Había dejado de hablar con mis amigas, solo me rodeaba de hombres pensando que sus temas de conversación eran mejores que los de nosotras.

Incluso mis compañeros y compañeras de trabajo habían dejado de tenerme aprecio, porque me comportaba como un hombre intentando imponerme para que me respetasen.

Y pensé lo tonta que había sido por haberme olvidado de que era el día de la mujer y que desde que era jefa había olvidado también lo que era. Demostrar, dejar de lado los sentimientos, ser siempre fuerte, no mostrar instintos maternales, pisar para que no me pisasen. ¿En qué me había convertido?

Sentada en la silla de mi despacho observaba mis tacones. Rojos y altos. Cada vez los compraba más altos pensando que así me sentiría por encima de ellos. Y eso que siempre los había odiado, incluso de pequeña, odiaba los vestidos rosas, las bailarinas, y todo lo demás que era “de chica”. Siempre había heredado la ropa de mis hermanos y lo mejor de todo es que me sentía cómoda con ella. Y con zapatillas.

Así que, me quité los tacones, me puse las converse que guardaba en uno de los armarios de mi oficina y salí a la calle.

De repente, ya no escuchaba el sonido de mis tacones, sino un sonido más fuerte y atronador, el de más de 100.000 mujeres gritando para ser escuchadas.

Tengo que agradecer a todas esas mujeres que me demostraron que no hace falta ponerse tacones para llegar alto, ni pisar a los demás para conseguir un sueño. Gracias de corazón por recordarme lo que soy.

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